26.6.07

Pekín Invierno Nieve (Erik Satie, Gnossiene n°3)

23.6.07

Poemario de las islas /6


Media el invierno en Creta.

Ni el mar blanquiverde, ni el cielo,
entre griáceo y albino, se tiñen
del estival azul. Incluso la montaña,
allá en lo borroso, aparece bañada
por el tinte putificador. Las olas
no lamen sino muerden pálidas
rocas; el viento azota las palmeras
y en la aurora, la helada amenaza
los frutos, allá en el triste, olvidado
campo. Aquí, sobre las aceras,
cretenses cabizbajos y abrigados
sortean las fuerzas que veneran
los orgullosos minaretes
y majestuosos campanarios, erguidos
cual Prometeos.
Avanzan los negros
y ancianos lutos hacia las blancas
iglesias en penumbra, cara al viento,
remando lejos de la marea, mientras
juegan los niños en los patios encharcados,
eufóricos en la humedad, ignorantes
aún de la Historia que habrán de arrastrar,
del peso que lastrará sus pies en el
hercúleo camino hacia el futuro.

La llanura de olivares.
cortijos descompuestos y flamantes
chalés y cañaverales y hoteles fuera
de estación, la carretera y el polvo
de los caminos; verdes campos,
urbanizaciones crema.
Y sobre todo ellas,
las viajeras nubes de la borrasca,
como una amenaza caprichosa. Ya cayó
el invierno sobre el silencio de Creta.


Rethymno-Heraklion, 28 de enero 2003

17.6.07

"Los girasoles ciegos" de Alberto Méndez.


He leído con interés este libro, al parecer la única obra de ficción de su autor, que murió en 2004, poco después de su publicación, a los 63 años. Se trata de un conjunto de cuatro relatos sobre la Guerra Civil y la posguerra, de 1939 a 1942. Siempre estoy interesado en leer ficción sobre ese pedazo doloroso de nuestra historia: no creo que se haya escrito lo suficiente sobre ello, aunque sí creo que se han escrito demasiadas cosas malas.



Para ser franco, me ha parecido que el último de los relatos (que da título al libro) es de una calidad literaria muy superior a los otros tres. Todos tienen algún atractivo, algún punto de interés, pero tan sólo el último cumple realmente las expectativas que genera la profundidad de la prosa de Méndez. Al empezar el libro, uno entiende en seguida que está ante un hombre que maneja el castellano con una virtuosidad rara, sobre todo en estos tiempos de columnistas y presentadoras de televisión metidos a novelistas en serie.

Sin embargo, creo que es precisamente lo vistoso de su prosa lo que le pierde. Creo que Méndez se enamora de sus frases y cae con frecuencia en lo pretencioso, describiendo con metáforas primorosas situaciones que realidad son pringosas, esas situaciones de la Guerra Civil y de la posguerra. Su prosa se convierte en un destello que no deja ver la suciedad. Mucha gente cree que la buena prosa es siempre buena literatura, pero es evidente que andan muy desencaminados.

El último relato no cojea de esa pata porque aparece un personaje novedoso: un cura que explica a posteriori cómo se encaprichó de la mujer de un comunista, que vivía escondido en la casa. Junto a él, hay dos narradores más: el niño de Elena, la víctima de la concupiscencia del cura y un tercer narrador externo, impersonal. Méndez se aplica con esmero en distinguir los estilos narrativos de las tres voces y descarga todo su preciosismo en la carta de confesión que escribe el cura.

Narrativamente, el relato es una pequeña maravilla de ingenieria en la que todo parece avanzar con naturalidad. La idea del padre escondido en el armario, que tiene que caminar siempre alejado de las ventanas para no ser visto desde el mundo exterior, es un hallazgo, así como la metáfora que conlleva de las ventanas como amenaza constante, representando el mundo franquista que se puede introducir en cualquier momento en aquel remanso de paz para destruirlo.

Pero lo mejor se concentra en el personaje del cura y en sus frases lapidarias y bellas, preciostas y, sin embargo, tan certeras a la hora de atrapar entre palabras las contradicciones que conviven en un hombre de su condición. Es un apena que en el tramo final el personaje abandone toda esa humanidad contradictoria y rebuscada para convertirse en un símbolo del Mal, pero lo cierto es que es algo inevitable. Aquí os dejo algunos ejemplos de sus frases, esperando que los disfruteis (hay que saborearlas lentamente, como el buen vino):

"Reverendo padre, estoy desorientado como los girasoles ciegos".

"Fui ingenuo, Padre, porque creí que todas las cosas del mundo tenían ya su nombre, es decir, estaban ya clasificadas. Yo pensaba que en eso estribaba la harmonía".

"Quiero contar la verdad para conocerla, porque la verdad se me escapa como el agua de lluvia entre los dedos del náufrago. Lo que no logro encontrar, Padre, es el arrepentimiento porque nadie me enseñó a diferenciar el amor de la lascivia y yo pensaba que me estaba enamorando".

"De todas mis horas piadosas, sólo quedaba una frase de los Salmos en mi memoria: Son tus pechos dos crías de gacela paciendo entre azucenas".

16.6.07

Poemario de las islas /5

Hoy está embravecida la pacífica mar
de mi infancia. Encararla quisiera
mientras escupe su desprecio sobre
doloridos malecones. Sin embargo,
me siento en la distancia y perplejo
la escruto. Olas, espuma rabiosa,
olas de un verde zafiro cabalgan
hacia las rocas, suicidas ballenas.

Atónitos, nosotros las tememos,
nos refugiamos; huimos de las brutales
entrañas maternales.


Rethymno, 27 de Enero 2003

11.6.07

"Lady Chatterley", tocada por la gracia.


Se trata de una película de bajo presupuesto, alabada por la crítica francesa como una obra mayor, que recibió posteriormente el muy respetado premio Louis Delluc y finalmente se convirtió en la triunfadora de los César, unos premios decididos desde hace un par de años a convertirse en los adalides del cine de autor independiente en detrimento de las grandes producciones francesas, de cada vez menor calidad.


Cuántas veces me habré encontrado con enormes decepciones al seguir consejos más o menos corporatistas y más o menos pretenciosos de la crítica francesa. No en este caso: "Lady Chatterlay", de Pascale Ferran (una mujer, dicho sea de paso, detalle de gran importancia aquí), es una auténtica maravilla cinematográfica, un milagro narrativo de sensibilidad y una gema en la corona de la excepción a las supuestas leyes del mercado del cine.

Cuando comento en esta página una película (siento hacerlo rara vez, me gustaría encontrar más tiempo, como a todos), suele ser porque tiene de alguna manera un componente rupturista en su forma de narrar o en la visión del cine que vehicula, puesto que la innovación es lo que me interesa hasta el punto de empujarme a compartir mi entusiasmo con los demás. "Lady Chatterlay" se atiene en cambio a cánones más bien clásicos, los que marcan una narración lineal, unos personajes bien dibujados y coherentes, una historia guiada por peripecias concretas, etc. Es una película cuyo poderio no radica en lo innovador de la forma, sino en la sensibilidad de la ejecución, en la gracia del brochazo sobre la tela.



Se trata de la adaptación de la segunda versión de la historia erótica de Lady Chatterley (Constance) y en particular de su tórrida historia amorosa con Parkin, el guardabosques a las órdenes de su marido, que D.H. Lawrence escribió en los años veinte y treinta del siglo pasado. En un curioso ejercicio político-literario, Lawrence reescribió la misma historia en tres ocasiones, introduciendo cada vez variaciones de talla a medida que la mentalidad de la propia sociedad inglesa evolucionaba. Así pues, en la tercera y más conocida versión, "El amante de Lady Chatterley", Constance y Parkin hacen público su amor y parten juntos, puesto que esa posibilidad comenzaba al fin a ser socialmente concevible.

En la segunda versión, "Lady Chatterley y el hombre del bosque", que sirve de base a Pascale Ferran para esta película, el ambiente de la Inglaterra conservadora y religiosa oprime claramente a los protagonistas de la aventura erótica, elemento que en mi opinión ayuda a mostrar por contraste una liberación del deseo mucho más eufórica y epifánica. Si bien, según parece, los libros de Lawrence no se limitan a tratar la cuestión del deseo sexual, sino que se preocupa de otros temas que afectan a la evolución de la sociedad de su época (como la veneración del saber técnico que conlleva consigo la revolución industrial o la persistencia de la brecha entre clases en el paso de una sociedad agrícola a una industrial), la película se centra casi exclusivamente en el deseo físico.



Casada con un hombre que la primera guerra mundial ha dejado paralítico e impotente, Constance vive con él en una enorme propiedad de la campiña inglesa, un universo que puede parecer ilimitado (y abstracto) por la vastedad de su extensión y por la riqueza de su naturaleza. Un día, por inadvertencia, al dirigirse a la casa del guardabosques, se encuentra, sin que él le vea, con el torso desnudo de éste mientras se lava con un barreño de agua. Paralizada, se queda observando la voluminosa virilidad de sus músculos durante unos segundos para, al volver en sí, salir huyendo. Constance se sienta sobre un tronco en el bosque e intenta tomar la medida de lo que ha visto, entender la profundidad del cambio que aquella visión insólita puede acarrear en su interior.

En otras manos, ese primer encuentro habría parecido banal, un primer paso necesario para obtener una progresión dramática, pero la sutilidad de la cámara de Pascale Ferran y de la interpretación de Marina Hands consiguen darle la envergadura y el peso que realmente tiene: Constance ha tenido una visión, ha visto otro mundo y, tras una pausa para la duda, estará dispuesta a lanzarse a descubrir ese universo desconocido. Por supuesto, la verdad está dentro de ella y el mundo por descubrir no es más que su propio deseo, su propia humanidad, esa misma que puede crear un lazo entre ella y Parkin a pesar de las jerarquías sociales.



Poco a poco, ese descubrimiento del sexo, de uno mismo, del otro y de la naturaleza se irá desenrollando con una naturalidad pasmosa. Ferran filma la llegada de la primavera con una atención primorosa por los detalles, los actores parecen poseidos por sus papeles y las escenas sexuales respiran una verdad que creo que nunca he visto en una pantalla. Me viene a la memoria, mientras escribo, "Intimidad" de Patrice Chéreau, una película mediocre que se hizo famosa por escenas de sexo protagonizadas por una pareja madura no particularmente atractiva, rodadas con sordidez. Recuerdo que aquellas escenas me dejaron una sensación de futilidad, por la total incapacidad de llegar a ningún tipo de autenticidad por el camino de la sordidez. Ferran no intenta restarle al sexo lo que tiene de mágico, de intangible, no intenta reducirlo a la fisicidad burda de "esto-es-una-polla-que-se-mete-un-coño"; pero sí intenta y consigue aliviarlo las capas de fantasías (esencialmente masculinas) que le suelen dar en la pantalla un aspecto más fantasmático que real, que suelen hacer de las escenas de sexo algo sumamente artificial (lo cual, cuando esa artificialidad es querida, también puede ser muy interesante), incluso en películas por lo demás llenas de clarividencia.

En "Lady Chatterley", el sexo es vida y todo el metraje transmite la euforia de ese decubrimiento progresivo, que el guión va desvelando paso a paso, desde el primer polvo sin desnudarse (qué maravilla la mueca atónita y divertida de Marina Hands, cómo transmite la euforia inocente del descubrimiento) hasta esa maravillosa secuencia de tintes hippiosos que cierra su descubrimiento de la vida y de la naturaleza.