El ex presidente y el escote
A continuación ofezco una descripción e interpreetación de la escena en que el ex presidente Aznar introduce un portaminas en el escote de la periodista de Noche Hache, Marta Nebot.
Si teneis una buena conexión, lo podeis ver aquí (en la página de cuatro.com):
http://www.cuatro.com/multimedia/video.html?view=alta&xref=20061019ctoultpro_9.Ves
El incidente es sencillo, pero vale la pena tomar el tiempo de describirlo en detalle.
Estamos en una sala de conferencias, no muy grande, hay una cierta agitación, sin duda alrededor de la presencia del ex presidente del gobierno, que se dirigía hacia el estrado, seguido muy de cerca por su guardaespaldas, cuando alguien le ha pedido un autógrafo en un libro, un texto. Él, diligente, amigo de sus admiradores (quizás el origen de la demanda sea un antiguo conocido, un colaborador de sus tiempos de poder), se para y quizás no se limite siquiera a firmar, sino que incluso puede que escriba una pequeña dedicatoria, un "afectuosamente", un "con amistad", una o dos palabras que le den un toque humano a la firma.
Está él ocupado en esta tarea cuando llega ella, para abordarle con una pregunta, tres cuartos por la derecha a su espalda. Ella no es una desconocida para él, es una periodista de un programa nocturno, un programa no muy serio de una cadena declaradamente enemiga, una cadena que no pudo ni siquiera nacer antes de que él dejara el poder, una cadena que no existiría si él estuviera en el poder. Digamos, pues, que ella, tal y como es, en tanto que persona que ocupa una posición social determinada, que ejerce una cierta influencia, por pequeña que sea sobre un cierto sector de la sociedad, ella, si de él dependiera (y de él dependió durante ocho años), simplemente no existiría. En otras palabras, en su mundo, en el universo mental del ex presidente, ella no existe.
Por otra parte, es ella, quiero decir, es una mujer. Una mujer joven. Una periodista audiovisual de medio pelo, nadie que merezca el más mínimo respeto desde un punto de vista intelectual o profesional. Eso sí, está bastante buena. No es despampanante, pero tiene una chispita, su vitalidad le da una cierta presencia física, no le falta del todo elegancia. Una pena que no se ponga falda muchas veces. En fin, el hecho es que tiene un cuerpo, dos piernas, un coño, unas caderas, un par de tetas, un cuello, una cara de rasgos marcados, unos labios más bien carnosos, un pelo moreno, largo y rizado que se posa sobre sus hombros. En ese sentido, sí, es innegable, existe. Incluso para el ex presidente, ella, en tanto que cuerpo, en tanto que objeto sexual muy remotamente hipotético, existe. Ella es una presencia física.
Bien, retomemos la escena. Ella le aborda con una pregunta mientras le acerca el micro (no demasiado, es una suerte que los micros de ahora no haga falta acercarlos demasiado, eso reduce la dimensión física del contacto entrevistador/entrevistado). Qué importa la pregunta. Una provocación barata, sin la mínima importancia. Él ni se inmuta, sigue firmando el libro para su antiguo colaborador, para su viejo amigo, un gesto rápido de la mano para acabarlo, uno de esos gestos que nos definen como personas (él subraya la firma en su totalidad para rematarla, de izquierda a derecha, un subrayado muy amplio, que abarca más espacio que la propia firma, que crea un trono para su nombre, podríamos decir, que le da un aura), pero la ha oído.
Por ahora, ella sólo ha llegado hasta él a través de ese único sentido, el oído: él sabe quién es, por supuesto, pero aún no la ha visto. Su voz es femenina, en el sentido de que es aguda, dicharachera diríamos, pero no es sensual, no evoca feminidad, no es una voz que le obligue a girar la cabeza en busca del origen, al menos cuando hace entrevistas. Es sólo la voz de un periodista audiovisual de medio pelo, supuestamente chistoso que trabaja en una cadena que no existiría si de él dependiera y por lo tanto es una voz que no existe. Ha oído una frase que en su universo mental no existe, una frase que no requiere respuesta ni atención alguna. Por lo tanto, puede perfectamente ignorarla y seguir su camino.
Pero tiene que devolver el libro que ha firmado, tiene que girarse hacia atrás a su derecha, justamente hacia donde se encuentra ella. Para poder seguir ignorando a esa persona que no existe, recurre instintivamente al método más sencillo: no levantar la mirada. La mirada es letal. Cuando dos ojos encuentran dos ojos, la persona empieza a existir y él no quiere que esa persona exista, puesto que ha conseguido expulsarla de su universo. Sin embargo, la estrategia de la mirada baja tiene un reverso imprevisto: la aparición del cuerpo, la aparición de la mujer. Ignoro cómo iba vestida ella aquel día, pero sé que es una chica discreta, que no tiende a la provocación para atraer la atención, no es alguien que use su cuerpo en ese sentido. Es poco probable que llevara falda, que enseñara las piernas, pero poco importa eso. Su cuerpo es un cuerpo de mujer, de una mujer joven y atractiva, no de una chica repulsiva, qué sé yo, gorda, coja, vieja… no, es el cuerpo de una chica, un cuerpo deseable. Ahí comienza el problema: ella ha parecido, el cuerpo existe, el periodista indeseable sigue sin existir, pero el cuerpo está ahí. Innegablemente.
Él continúa su gesto, devuelve al fin el libro firmado a una mano que lo recoge obediente, discreta, fuera del cuadro (una mano que no existe para nosotros, fuera de campo) y de esta manera han entrado en su campo de visión las tetas. Él da cuenta de la tetas: alza ligeramente la mirada, quizás unos quince grados, casi imperceptiblemente, pero les ha prestado atención. Las tetas de ella son un estímulo. Ella leva una chaqueta negra estilo masculino, abotonada a la altura del ombligo y, debajo, una camiseta roja, de un rojo vivo que forma un escote circular. Es posible que la palabra escote sea incluso exagerada, el canalillo que separa sus senos apenas comienza a insinuarse, pero la forma que toma la chaqueta abotonada a la altura del ombligo cierra en un triángulo curvo que sugiere la presencia de los senos. Unos senos de talla y forma absolutamente corrientes, no de esos senos que se imponen a la mirada, ni mucho menos. Por ligero que sea, el estímulo está ahí. Él ha visto las tetas; ha recibido el estímulo; va a reaccionar.
Las circunstancias son las circunstancias, algo incontrolable, que nos rodea y nos determina. Las circunstancias han querido que justo cuando él recibe ese estímulo, tiene un objeto en la mano, un objeto alargado y fino. Me refiero al bolígrafo, por supuesto (si lo miramos con mayor atención, más bien parece un portaminas) y la asociación mental entre el objeto alargado y fino y el canalillo entre las protuberancias de lo senos, se hace automáticamente en su cabeza: son dos cosas que en ese momento se cruzan en su vida y, forzosamente, tienen que interactuar. Podemos preguntarnos qué le lleva a concluir esa necesidad, pero yo no conozco el recorrido psicológico del ex presidente del gobierno y no puedo responder, sólo imaginar. No conozco su relación sensual con su madre, no conozco el cariz de su primera experiencia sexual, ignoro qué tipo de relación sexual tiene con su mujer. No me importa, si he de decir la verdad. De una cosa estoy seguro: el escote, esa fijación por el escote, tiene que venir de la infancia, de ese contexto de mujeres que tapaban cada centímetro de su cuerpo, solamente roto de vez en cuando por la explosiva interrupción de una tía, de una amiga de sus padres, de una profesora, de una panadera algo más liberal que llevaba un escote, o quizás su propia madre, a veces, por la noche, cuando venía a arropar al pequeño futuro ex presidente del gobierno llevaba algún camisón que sugería sus senos. El escote, esa promesa, siempre ha estado ahí.
Tiene el objeto fino y alargado entre las manos. Por un instante, devuelto el libro, no ha sabido qué hacer con él, la conexión con el escote ha sido instintiva, ha venido de lejos, de mucho tiempo atrás, quizás también de alguna fantasía de adolescencia que todas sus compañeras sexuales, incluida su mujer, se han negado siempre a realizar o cuya materialización él nunca se ha atrevido a pedir y que se ha quedado ahí, en algún lugar de la mente, ese misterio. La decisión está tomada, aunque quizás decisión sea una palabra excesiva, es una idea que surge, a bote pronto; el no ve en esas centésimas de segundo qué consecuencias puede tener y siente la necesidad de hacerlo, una necesidad potente, que sin duda sería refrenable si tuviera el tiempo de sopesar las consecuencias, pero es ahora o nunca. Entonces alza definitivamente los ojos, buscando los de ella, la propietaria de las tetas: ella existe completamente en ese momento, sin duda no como periodista, ni siquiera como mujer en el sentido en que yo lo entiendo, sólo como cuerpo; como propietaria de un cuerpo. Tiene una mirada extraña, divertida, pícara, anticipando lo que va a hacer, parece que le esté dando una oportunidad de echarse atrás y evitar la agresión, pero ella no lo entiende, simplemente porque esa posibilidad que ha venido a la mente de él en un instante, ella habría necesitado horas antes de que se le pasase por la cabeza, son dos estructuras mentales completamente distintas, dos universos que no se tocan. Ella no lo entiende, se queda quieta, espera una respuesta o al menos una no-respuesta. Espera, pasivamente, como se debe.
Él, entonces, tiene un detalle destinado a embellecer el gesto que está dispuesto a realizar: hace girar el portaminas ostentosamente para introducirlo con mayor precisión (puesto que podría fallar, eso le preocupa sin duda, toda la belleza del gesto, todo su poder catártico se vendría abajo si errara el tiro y no sería sino un recordatorio más de sus frustraciones) y lo introduce acertadamente en el escote de la camiseta roja de ella. A medida que ha ido haciéndolo, la sonrisa se ha ido formando: los músculos se han activado, debajo de los pómulos, primero haciendo una curva ligera, luego relajándose un instante en el esfuerzo de acertar el tiro y en el momento en que realmente el bolígrafo se introduce entre las tetas y desaparece, los músculos tiran completamente y se dibuja una sonrisa triunfal, pícara, pero a la vez discreta, como confidencial. Es algo que ha ocurrido entre tú y yo, parece decir la sonrisa, tú y yo sabemos porqué. Pero ese tú al que se dirige la sonrisa no es ella, sino el escote: esa sonrisa confidencial habla al escote, al escote perfumado de la tía que venía a visitarles los domingos por la tarde, el de la madre que venía a darle un beso por la noche antes de acostarse, ese escote que es algo suyo, algo que le pertenece puesto que no existe más que en su interior, en su mente.
El gesto realizado, la eyaculación concluida, el hombre se va, la abandona a su buena suerte, podemos ver su cabellera, una cabellera morena, ondulada, algo rebelde, demasiado larga, tan española, tan latina. Sin embargo, un paso más allá, vuelve de nuevo la cabeza, ligeramente, muestra su cara, la sonrisa sigue ahí, triunfal y confidencial a la vez, hablando al escote, sigue hablando con el escote. Más tarde volverá la realidad. Se sentará en el estrado, esperará a que le presenten al público, tendrá tiempo de pensar en las eventuales consecuencias, en la televisión, en el poder de las imágenes, en ese periódico enemigo que es el más vendido del país. Quizás se arrepienta, pero qué importa eso.
Ella se gira, mira a la cámara, después de haber comprobado que efectivamente, el objeto fino y alargado está en su interior, dentro de ella, dentro de su ropa, concretamente, pero dentro de ella al fin y al cabo: se lo ha introducido el ex presidente del gobierno. Se gira, mira a la cámara, pues, es un gesto mecánico, casi un defecto profesional, es posible que en ese momento ella tendiera a tener otra reacción, pero hace lo que le dice el instinto profesional. Dice una frase que intenta ser graciosa, pero admite su confusión y está tan roja como su camiseta, está descompuesta: de hecho, al hablar resurge el acento de su lengua natal, que ella suele suavizar al hablar ante la cámara, como si hubiera perdido toda la compostura a la que está obligada por sus propios deseos de tener el futuro que merece.
Está humillada: algo en lo más profundo de sí misma, algo que ha ido construyendo durante años a base de confianza, de trabajo, de desparpajo, de sinceridad, de espíritu de colaboración, algo de gran importancia para ella, algo que quizás llamaríamos dignidad, se acaba de romper dentro de ella. Por supuesto, pensándolo un segundo, verá más ventajas que inconvenientes y su propia integridad se reconstituirá de nuevo, quizás se refuerce, pero esa pequeña penetración ha roto algo en su interior por un instante, algo muy valioso.
Estamos en una sala de conferencias, no muy grande, hay una cierta agitación, sin duda alrededor de la presencia del ex presidente del gobierno, que se dirigía hacia el estrado, seguido muy de cerca por su guardaespaldas, cuando alguien le ha pedido un autógrafo en un libro, un texto. Él, diligente, amigo de sus admiradores (quizás el origen de la demanda sea un antiguo conocido, un colaborador de sus tiempos de poder), se para y quizás no se limite siquiera a firmar, sino que incluso puede que escriba una pequeña dedicatoria, un "afectuosamente", un "con amistad", una o dos palabras que le den un toque humano a la firma.
Está él ocupado en esta tarea cuando llega ella, para abordarle con una pregunta, tres cuartos por la derecha a su espalda. Ella no es una desconocida para él, es una periodista de un programa nocturno, un programa no muy serio de una cadena declaradamente enemiga, una cadena que no pudo ni siquiera nacer antes de que él dejara el poder, una cadena que no existiría si él estuviera en el poder. Digamos, pues, que ella, tal y como es, en tanto que persona que ocupa una posición social determinada, que ejerce una cierta influencia, por pequeña que sea sobre un cierto sector de la sociedad, ella, si de él dependiera (y de él dependió durante ocho años), simplemente no existiría. En otras palabras, en su mundo, en el universo mental del ex presidente, ella no existe.
Por otra parte, es ella, quiero decir, es una mujer. Una mujer joven. Una periodista audiovisual de medio pelo, nadie que merezca el más mínimo respeto desde un punto de vista intelectual o profesional. Eso sí, está bastante buena. No es despampanante, pero tiene una chispita, su vitalidad le da una cierta presencia física, no le falta del todo elegancia. Una pena que no se ponga falda muchas veces. En fin, el hecho es que tiene un cuerpo, dos piernas, un coño, unas caderas, un par de tetas, un cuello, una cara de rasgos marcados, unos labios más bien carnosos, un pelo moreno, largo y rizado que se posa sobre sus hombros. En ese sentido, sí, es innegable, existe. Incluso para el ex presidente, ella, en tanto que cuerpo, en tanto que objeto sexual muy remotamente hipotético, existe. Ella es una presencia física.
Bien, retomemos la escena. Ella le aborda con una pregunta mientras le acerca el micro (no demasiado, es una suerte que los micros de ahora no haga falta acercarlos demasiado, eso reduce la dimensión física del contacto entrevistador/entrevistado). Qué importa la pregunta. Una provocación barata, sin la mínima importancia. Él ni se inmuta, sigue firmando el libro para su antiguo colaborador, para su viejo amigo, un gesto rápido de la mano para acabarlo, uno de esos gestos que nos definen como personas (él subraya la firma en su totalidad para rematarla, de izquierda a derecha, un subrayado muy amplio, que abarca más espacio que la propia firma, que crea un trono para su nombre, podríamos decir, que le da un aura), pero la ha oído.
Por ahora, ella sólo ha llegado hasta él a través de ese único sentido, el oído: él sabe quién es, por supuesto, pero aún no la ha visto. Su voz es femenina, en el sentido de que es aguda, dicharachera diríamos, pero no es sensual, no evoca feminidad, no es una voz que le obligue a girar la cabeza en busca del origen, al menos cuando hace entrevistas. Es sólo la voz de un periodista audiovisual de medio pelo, supuestamente chistoso que trabaja en una cadena que no existiría si de él dependiera y por lo tanto es una voz que no existe. Ha oído una frase que en su universo mental no existe, una frase que no requiere respuesta ni atención alguna. Por lo tanto, puede perfectamente ignorarla y seguir su camino.
Pero tiene que devolver el libro que ha firmado, tiene que girarse hacia atrás a su derecha, justamente hacia donde se encuentra ella. Para poder seguir ignorando a esa persona que no existe, recurre instintivamente al método más sencillo: no levantar la mirada. La mirada es letal. Cuando dos ojos encuentran dos ojos, la persona empieza a existir y él no quiere que esa persona exista, puesto que ha conseguido expulsarla de su universo. Sin embargo, la estrategia de la mirada baja tiene un reverso imprevisto: la aparición del cuerpo, la aparición de la mujer. Ignoro cómo iba vestida ella aquel día, pero sé que es una chica discreta, que no tiende a la provocación para atraer la atención, no es alguien que use su cuerpo en ese sentido. Es poco probable que llevara falda, que enseñara las piernas, pero poco importa eso. Su cuerpo es un cuerpo de mujer, de una mujer joven y atractiva, no de una chica repulsiva, qué sé yo, gorda, coja, vieja… no, es el cuerpo de una chica, un cuerpo deseable. Ahí comienza el problema: ella ha parecido, el cuerpo existe, el periodista indeseable sigue sin existir, pero el cuerpo está ahí. Innegablemente.
Él continúa su gesto, devuelve al fin el libro firmado a una mano que lo recoge obediente, discreta, fuera del cuadro (una mano que no existe para nosotros, fuera de campo) y de esta manera han entrado en su campo de visión las tetas. Él da cuenta de la tetas: alza ligeramente la mirada, quizás unos quince grados, casi imperceptiblemente, pero les ha prestado atención. Las tetas de ella son un estímulo. Ella leva una chaqueta negra estilo masculino, abotonada a la altura del ombligo y, debajo, una camiseta roja, de un rojo vivo que forma un escote circular. Es posible que la palabra escote sea incluso exagerada, el canalillo que separa sus senos apenas comienza a insinuarse, pero la forma que toma la chaqueta abotonada a la altura del ombligo cierra en un triángulo curvo que sugiere la presencia de los senos. Unos senos de talla y forma absolutamente corrientes, no de esos senos que se imponen a la mirada, ni mucho menos. Por ligero que sea, el estímulo está ahí. Él ha visto las tetas; ha recibido el estímulo; va a reaccionar.
Las circunstancias son las circunstancias, algo incontrolable, que nos rodea y nos determina. Las circunstancias han querido que justo cuando él recibe ese estímulo, tiene un objeto en la mano, un objeto alargado y fino. Me refiero al bolígrafo, por supuesto (si lo miramos con mayor atención, más bien parece un portaminas) y la asociación mental entre el objeto alargado y fino y el canalillo entre las protuberancias de lo senos, se hace automáticamente en su cabeza: son dos cosas que en ese momento se cruzan en su vida y, forzosamente, tienen que interactuar. Podemos preguntarnos qué le lleva a concluir esa necesidad, pero yo no conozco el recorrido psicológico del ex presidente del gobierno y no puedo responder, sólo imaginar. No conozco su relación sensual con su madre, no conozco el cariz de su primera experiencia sexual, ignoro qué tipo de relación sexual tiene con su mujer. No me importa, si he de decir la verdad. De una cosa estoy seguro: el escote, esa fijación por el escote, tiene que venir de la infancia, de ese contexto de mujeres que tapaban cada centímetro de su cuerpo, solamente roto de vez en cuando por la explosiva interrupción de una tía, de una amiga de sus padres, de una profesora, de una panadera algo más liberal que llevaba un escote, o quizás su propia madre, a veces, por la noche, cuando venía a arropar al pequeño futuro ex presidente del gobierno llevaba algún camisón que sugería sus senos. El escote, esa promesa, siempre ha estado ahí.
Tiene el objeto fino y alargado entre las manos. Por un instante, devuelto el libro, no ha sabido qué hacer con él, la conexión con el escote ha sido instintiva, ha venido de lejos, de mucho tiempo atrás, quizás también de alguna fantasía de adolescencia que todas sus compañeras sexuales, incluida su mujer, se han negado siempre a realizar o cuya materialización él nunca se ha atrevido a pedir y que se ha quedado ahí, en algún lugar de la mente, ese misterio. La decisión está tomada, aunque quizás decisión sea una palabra excesiva, es una idea que surge, a bote pronto; el no ve en esas centésimas de segundo qué consecuencias puede tener y siente la necesidad de hacerlo, una necesidad potente, que sin duda sería refrenable si tuviera el tiempo de sopesar las consecuencias, pero es ahora o nunca. Entonces alza definitivamente los ojos, buscando los de ella, la propietaria de las tetas: ella existe completamente en ese momento, sin duda no como periodista, ni siquiera como mujer en el sentido en que yo lo entiendo, sólo como cuerpo; como propietaria de un cuerpo. Tiene una mirada extraña, divertida, pícara, anticipando lo que va a hacer, parece que le esté dando una oportunidad de echarse atrás y evitar la agresión, pero ella no lo entiende, simplemente porque esa posibilidad que ha venido a la mente de él en un instante, ella habría necesitado horas antes de que se le pasase por la cabeza, son dos estructuras mentales completamente distintas, dos universos que no se tocan. Ella no lo entiende, se queda quieta, espera una respuesta o al menos una no-respuesta. Espera, pasivamente, como se debe.
Él, entonces, tiene un detalle destinado a embellecer el gesto que está dispuesto a realizar: hace girar el portaminas ostentosamente para introducirlo con mayor precisión (puesto que podría fallar, eso le preocupa sin duda, toda la belleza del gesto, todo su poder catártico se vendría abajo si errara el tiro y no sería sino un recordatorio más de sus frustraciones) y lo introduce acertadamente en el escote de la camiseta roja de ella. A medida que ha ido haciéndolo, la sonrisa se ha ido formando: los músculos se han activado, debajo de los pómulos, primero haciendo una curva ligera, luego relajándose un instante en el esfuerzo de acertar el tiro y en el momento en que realmente el bolígrafo se introduce entre las tetas y desaparece, los músculos tiran completamente y se dibuja una sonrisa triunfal, pícara, pero a la vez discreta, como confidencial. Es algo que ha ocurrido entre tú y yo, parece decir la sonrisa, tú y yo sabemos porqué. Pero ese tú al que se dirige la sonrisa no es ella, sino el escote: esa sonrisa confidencial habla al escote, al escote perfumado de la tía que venía a visitarles los domingos por la tarde, el de la madre que venía a darle un beso por la noche antes de acostarse, ese escote que es algo suyo, algo que le pertenece puesto que no existe más que en su interior, en su mente.
El gesto realizado, la eyaculación concluida, el hombre se va, la abandona a su buena suerte, podemos ver su cabellera, una cabellera morena, ondulada, algo rebelde, demasiado larga, tan española, tan latina. Sin embargo, un paso más allá, vuelve de nuevo la cabeza, ligeramente, muestra su cara, la sonrisa sigue ahí, triunfal y confidencial a la vez, hablando al escote, sigue hablando con el escote. Más tarde volverá la realidad. Se sentará en el estrado, esperará a que le presenten al público, tendrá tiempo de pensar en las eventuales consecuencias, en la televisión, en el poder de las imágenes, en ese periódico enemigo que es el más vendido del país. Quizás se arrepienta, pero qué importa eso.
Ella se gira, mira a la cámara, después de haber comprobado que efectivamente, el objeto fino y alargado está en su interior, dentro de ella, dentro de su ropa, concretamente, pero dentro de ella al fin y al cabo: se lo ha introducido el ex presidente del gobierno. Se gira, mira a la cámara, pues, es un gesto mecánico, casi un defecto profesional, es posible que en ese momento ella tendiera a tener otra reacción, pero hace lo que le dice el instinto profesional. Dice una frase que intenta ser graciosa, pero admite su confusión y está tan roja como su camiseta, está descompuesta: de hecho, al hablar resurge el acento de su lengua natal, que ella suele suavizar al hablar ante la cámara, como si hubiera perdido toda la compostura a la que está obligada por sus propios deseos de tener el futuro que merece.
Está humillada: algo en lo más profundo de sí misma, algo que ha ido construyendo durante años a base de confianza, de trabajo, de desparpajo, de sinceridad, de espíritu de colaboración, algo de gran importancia para ella, algo que quizás llamaríamos dignidad, se acaba de romper dentro de ella. Por supuesto, pensándolo un segundo, verá más ventajas que inconvenientes y su propia integridad se reconstituirá de nuevo, quizás se refuerce, pero esa pequeña penetración ha roto algo en su interior por un instante, algo muy valioso.
2 comentarios:
Hombre, yo creo que hay según que profesiones que juegan a la provocación y está bien que así sea. Que Aznar le mire el escote a la señorita y le meta el bolígrafo por ahí no deja de ser una muestra de humanidad. No es el típico "es que ella iba provocando". Creo que forma parte del juego. Nos empeñamos en suponer que los políticos no tienen vida sexual. Y la tienen. Vaya si la tienen. Que se lo pregunten a Mónica y Bill. Ahí fue algo más que un bolígrafo lo que terminó en la blusa de la señorita.
Nacho tienes el blog parado. Tus lectores necesitamos algo...
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