18.11.09

"Jeff in Venice, Death in Varanasi" de Geoff Dyer.

Tras leer varios comenarios muy positivos en la prensa anglosajona (en este link el de James Wood en el New Yorker), me decidí a leer el último libro del británico Geoff Dyer, "Jeff in Venice, Death in Varanasi" (Jeff en Venecia, muerte en Benarés). Practicamente desconocido en España, Dyer es una figura importante del mundillo cultural y periodístico de Londres, donde escribe con frecuencia para diferentes publicaciones sobre arte, literatura y viajes.

En el libro (y, según parece, en toda su obra), Dyer pone en escena a un personaje que se parece mucho a sí mismo: un periodista cultural, algo vago, al que le gusta el alcohol y nunca dice que no a un poco de droga, autocompasivo y con un evidente síndrome de Peter Pan que le empuja a llevar con cuarenta y tantos años la misma vida que llevaba veinte años antes. Pero sobre todo, Dyer (y, por extensión, su personaje) es un tipo muy inteligente, siempre capaz de desplegar un amplio abanico de referencias acertadas e interesantes, que sabe (como buen inglés) reirse de sí mismo. Dyer es un atractivo diletante, el hombre sin "gravitas" que siempre es capaz, tras un párrafo agudo y profundo, de rematar con un "vaya pedantería acabo de soltar..."


Este libro son en realidad dos libros que tienen entre sí algunas conexiones, que hacen que sea coherente presentarlos juntos. Dyer pensó en subtitularlo "un díptico", pero según dice "eso era demasiado pomposo incluso para mí" y finalmente el libro se subtitula "una novela". Yo, la verdad, habría preferido que quedara más claro desde el principio que las dos historias eran realmente autónomas, pues leí buena parte de la segunda esperando expectante una continuación de la primera, como leyéndola en falso.

La primera parte ocurre en Venecia, durante la Biennale de 2003. Jeff, el trasunto de Geoff, acude mandado por una revista de segunda fila, deseando ver las exposiciones y sobre todo, acudir a la fiesta para ponerse ciego. Allí conoce a una joven americana, con la que pasa unas noches de sexo y drogas. En el momento de separarse, Jeff entiende que siente por ella algo más profundo que simple atracción física. Aparte de eso, en las 150 páginas de "Jeff in Venice" no ocurre mucho más en términos de trama argumental, pero es más que suficiente, porque su descripción de Laura y del modo en que su relación se va desenvolviendo despierta en el lector la curiosidad necesaria para que no le molesten las largas descripciones y disquisiciones sobre la ciudad y las menudencias de su día a día allí. Ciertamente, los diálogos entre Geoff y Laura suenan algo falsos (los diálogos no son el punto fuerte de Dyer), como si Laura no fuera más que una proyección de la mente calenturienta del protagonista y dijera justo lo que un hombre esperaría que dijera, pero ese defecto queda compensado por otras virtudes, bastante raras, como unas descripciones muy directas y crudas de sus relaciones sexuales, que se encuentran entre las mejores que he leído nunca (parece que Dyer es un admirador de D.H.Lawrence, el autor de "Lady Chetterlay") y una puesta en ecena muy acertada del efecto de ciertas drogas (es que lo vives, vaya, como diría el otro).


"Death in Varanasi", como he dicho, tiene algunas conexiones con el relato anterior, pero es estrictamente autónomo. Carece de un elemento narrativo claro: se trata de la inmersión de un periodista inglés en la ciudad santa de Benarés, en India, donde acude para realizar un reportaje, pero decide quedarse y, poco a poco, va desapareciendo la idea de volver a casa, hasta que se opera una especie de transformación en su interior. El final es sorprendente y potente, pero en mi opinión es un relato alargado y le sobran unas cuantas decenas de páginas. Sin un hilo narrativo que sirva de anzuelo, nos quedamos suspendidos en la abstracción con las ocurrencias de Dyer a partir de pequeños acontecimientos. Algunas son magníficas y provocadoras, pero sobran muchas.

Como he dicho, Dyer en ante todo un diletante, que se regodea en la propia incapacidad de crear un proyecto serio y con futuro. Lo curioso es que haya conseguido establecer una verdadera obra literaria a partir de una base tan precaria: su libro "Out of sheer rage" (Por pura rabia) es la historia de cómo intentó escribir un libro serio de análisis crítico sobre D.H.Lawrence sin conseguirlo jamás, detallando todas las cosas que le distraían y no le permitían escribir. Sólo que, claro, a base de escribir que no podía escribir, seguía escribiendo un libro sobre la dificultad de escribir.

Lo interesante de Dyer, creo yo, es que capta con una precisión espeluznante algo muy propio del espíritu de nuestros tiempos. Me refiero al disfrute inmediato convertido en objetivo único de nuestras vidas, a la incapacidad de enfrentarnos al peso colosal que ponen sobre nuestros hombros los clásicos, a la dificultad para creer en la verdad y en la objetividad en un mundo sin referencias claras. Todo eso lo transmite este libro con poderío y lo hace desde dentro, con humor, apelando en todo momento a nuestra complicidad, renunciando siempre a la distancia del profesor, sin dar nunca lecciones, tirando siempre la primera piedra.

6.11.09

Unas palabras de Claude Levi-Strauss.

Ha muerto a los 100 años Claude Levi-Strauss, uno de los pensadores más influyentes del siglo XX y en la prácica fundador de la etnología. No soy un especialista del tema, pero leyendo unas declaraciones suyas al diario Le Monde en 1979, he encontrado ecos interesantes de los temas que trataba en mi post anterior, comentando el libro de Reyes Mate, "La herencia del olvido". Ahí escribí: "Personalmente, siempre he estado convencido de que hay un hilo conductor que lleva del racionalismo de la Ilustración hasta los campos de exterminio".


He aquí las palabras de Levi-Strauss, que traduzco personalmente (pido perdón por la calidad del texto, nuca he sido demasiado paciente para la traducción):

"Se me ha acusado con frecuencia de ser antihumanista. No creo que sea cierto. Sí que me he rebelado contra algo que veo como profundamente nocivo: esa especie de humanismo desvergonzado, surgido por un lado de la tradición judeocristiana y, por el otro, del Renacimiento y del Cartesianismo, que convierte al hombre en dueño y señor absoluto de la creación.

"Tengo la sensación de que todas las tragedias que hemos vivido, en primer lugar con el colonialismo, luego con el fascismo y finalmente con los campos de exterminio, se inscriben, no en una lógica de oposición o de contradicción con ese supuesto humanismo que llevamos varios siglos practicando, sino que son, diría yo, su prolongación natural. Puesto que, de alguna manera, en un único impulso, el hombre ha empezado por trazar la frontera de sus derechos entre él y las otras especies vivas, y se ha visto luego empujado a traer esa frontera al interior de la especie humana, separando a categorias que se reconocen como las únicas que son verdaderamente humanas, de otras categorias, que sufren de este modo la misma degradación que había servido para discriminar entre especies vivas humanas y no humanas. Se trata de una auténtico pecado original que empuja a la humanidad hacia la autodestrucción.

"El respeto del hombre por el hombre no puede fundamentarse en ciertas cualidades particulares que la humanidad se atribuye a sí misma como propias y no compartidas, puesto que una fracción de la humanidad podrá siempre decidir que encarna esas cualidades de un modo más eminente que otras. Se debería más bien establecer como punto de partida una especie de humildad de principio; el hombre, partiendo del respeto de todas las formas de vida además de la suya se protegería del riesgo de no respetar todas las formas de vida dentro de la propia humanidad".


Sin embargo, lo curioso de la aportación del legado de Levi-Strauss al debate entre universalismo humanista y relativismo instercultural, es que este etnólogo, este hombre que estudiaba las culturas tribales amazónicas ya en los años treinta, cuando Europa se sumergía en la barbarie racista, la misma lógica que le excluiría por judio de Francia y le obligaría a emigrar a Estados Unidos y que veía en esas culturas indígenas algo parecido a la tendencia de los perros a mear para marcar territorio, lo curioso de su legado -decía- es que no da el más mínimo argumento al relativismo. Levi-Strauss, inspirándose del estructuralismo lingüístico, se esforzó en encontrar en las culturas autóctonas que estudió elementos comunes con la nuestra, algo así como un código elemental común a todas las culturas humanas, un común denominador más allá de las diferencias evidentes.

Piensen lo que piensen los etnólogos de hoy del esfuerzo titánico de este maestro por encontrar esa gramática de la civilización humana, creo que hay en esa tarea algo infinitamente más humanista que en la de negar a otros pueblos el derecho a su propia cultura en nombre del universalismo, que no es sino universalización de la cultura occidental.

Para terminar, no puedo resistirme a citar otra frase de Levi-Strauss que hace eco a algo que siempre he defendido, esta vez de 1991: "Les "sciences humaines" ne sont des sciences que par une flatteuse imposture", cuya traducción se me antoja difícil: "Las "ciencias humanas" no son ciencias más que por medio de un halago impostado" o "una halagadora impostura". En otras palabras, se llaman a sí mismas ciencias para creerse exactas. Yo mismo he sufrido, como investigador en ciernes, ese afán de exactitud científica en una ciencia tan poco científica como la geografía urbana. Creía entonces y sigo creyendo hoy que el afán científico de las materias humanistas sólo les puede hacer daño y alejarlas de su verdadero objetivo: entender al hombre, en toda su imperfección.

31.10.09

"La herencia del olvido" de Reyes Mate.

Quiero dejar aquí rápidamente constancia de lo mucho que me ha interesado el libro de Reyes Mate, último premio nacional de ensayo, "La herencia del olvido. Ensayos en torno a la razón compasiva". No soy un lector frecuente de ensayos y, desde luego no prentendo desde aquí ni analizar ni criticar este libro.


Quiero simplemente decir que me ha parecido que Reyes Mate toca con gran inteligencia varios elementos de lo que habría que llamar un zeitgeist contemporáneo. Su objetivo principal es abrir algunas líneas de reflexión sobre qué tipo de pensamiento puede sentar las bases de nuestra vida colectiva, ahora que el universalismo racionalista parece haber quedado desprestigiado por las barbaries del siglo XX y en particular por el holocausto. Personalmente, siempre he estado convencido de que hay un hilo conductor que lleva del racionalismo de la Ilustración hasta los campos de exterminio, pero nunca había leído un libro que intentara buscar alternativas.

Entre otras muchas cosas, Reyes Mate dice que uno de los problemas del concepto de progreso que hemos heredado del universalismo racionalista es que implica que habrá necesariamente víctimas en el camino hacia un mundo mejor. Al mirar hacia atrás, el presente, fruto de ese progreso, tiende a olvidar a esas víctimas y a quedarse con la parte de la Historia que han escrito los victoriosos, es decir con lo que ha sido, olvidando siempre lo que podía haber sido y no fue. Las esperanzas frustradas, el sufrimieno. Mate, siguiendo la senda de Walter Benjamin, reivindica la memoria de esas víctimas, pero no sólo para no repetir en el presente los errores del pasado (lo cual no implicaría más que una pequeña variación sobre el mismo concepto de progreso que intenta rechazar), sino sobre todo para que nuestra percepción del presente cambie; es decir, que nos consideremos herederos no sólo de los vencedores, sino también de los vencidos y que integremos el sufrimiento de estos últimos en nuestra visión de lo que hemos recibido en herencia.

Personalmente, me parece que toca una fibra muy característica de la sensibilidad contemporánea. La dificultad del debate contemporáneo sobre la memoria de la Guerra Civil radica en que seguimos manteniendo una cierta concepción selectiva de la memoria colectiva. En cierto sentido, parece como si la democracia triunfante quisiera hoy reivindicar sus raíces en el pasado pre-franquista y negar la herencia de la violencia. En realidad, lo lógico sería aceptar en herencia la propia violencia del conflicto, entender que todos nosotros somos hijos de la sangre derramada en ambos bandos. Para eso hay que hablar, investigar, recordar y sí, abrir tumbas, para poder escuchar la voz de las víctimas.


Reyes Mate va más allá y habla, de nuevo en la senda de Benjamin, de un objetivo de redención del sufrimiento de las víctimas, de una búsqueda de la "eternidad del momento" de su sufrimiento, para que, en cierto sentido, todo nos llegue, que veamos todo. En una última pirueta, Mate llega a considerar el sufrimiento como un modo de conocimiento, de aprehender las cosas, alternativo al razonamiento conceptual que ignora las particularidades en pos de la generalidad. El sufrimiento es, por definición, particular y el autor recurre a un testimonio particularmente emotivo del holocausto para darnos a entender que a través del sufrimiento se pueden entender cosas a las cuales ningún razonamiento nos puede acercar. De ahí se deriva la importancia de los testimonios, de los que la Historia siempre ha desconfiado tanto.

Como habrán podido entender, Rayes Mate recurre con frecuencia a conceptos religiosos extraídos de la tradición judeo-cristiana, como mesianismo o redención. La primera reacción de mucha gente sería pensar que no son argumentos realmente racionales, pero es que pensar en ese binomio racional/irracional (o místico) es precisamente una de las críticas que un autor como Reyes Mate podría hacer al pensamiento contemporáneo. Al que se acerque a este libro con un espíritu abierto , le puede aportar una visión refrescante de problemas contemporáneos.

Me dejo muchas cosas en el tintero, en particular una visión interesante que intenta escapar al actual binomio universalismo/relativismo. Sin embargo, no esperen de este libro una prognosis clara: sería mucho pedir de un texto tan teórico.

21.10.09

Claude Simon: "Les Géorgiques".


Acabo de terminar la lectura de mi segundo libro de Claude Simon, “Les Géorgiques” (traducido como "Las Geórgicas" en Seix Barral). Hace unos años descubrí a este autor a través de “La Route des Flandres” (traducido como “La Ruta de Flandes” en Lumen), maravilloso libro en el que relata su propia experiencia en la que los franceses llaman drôle de guerre (algo así como guerra tonta), esas pocas semanas durante las cuales un ejercito francés anticuado creyó poder enfrentarse a la formidable máquina de guerra de la Alemania nazi. Como Céline en la primera parte del “Viaje al final de la noche” (a propósito de la primera guerra mundial), Simon describe una guerra absurda, un enfrentamiento anónimo en el que el pobre soldado se siente desorientado y perdido.


“Les Géorgiques” es más ambicioso y más largo, pues narra tres momentos históricos distintos: las guerras de la incipiente República Francesa con las grandes potencias europeas a finales del siglo XVIII, aparentemente inspirado de la experiencia de un antepasado del autor; la Guerra civil Española, basada en la experiencia de Georges Orwell, que él mismo relató en “Homenaje a Cataluña”, y, de nuevo, la drôle de guerre, de manera muy similar a en “La Route des Flandres”, casi como si se tratara de una extensión de éste.

En la primera parte del libro, las tres épocas se mezclan sin solución de continuidad, de modo que el lector pasa del año III de la República a la Barcelona que se disputan anarquistas y comunistas sin que medie un punto y a la línea, simplemente pasando a una letra cursiva o algo más gruesa. Además, Simon no suele citar nombres ni es pródigo en detalles contextuales, por lo que muchas veces uno lee un pasaje sin saber a qué época pertenece. Por supuesto, es una lectura confusa y algo crispante, pero no dura mucho (65 pp.) y tiene la virtud de dejar claro desde el principio la intención del autor. Simon piensa que nada cambia, que su propia experiencia de guerra era, en cierto modo, equivalente a la de su antepasado o a la de Orwell. Sí, cambian los nombres y los lugares, pero a fin de cuentas la guerra siempre acaba siendo un tipo con un arma entre las manos, reducido a la condición de asesino en potencia o de carne de cañón, comiendo mal, durmiendo mal, soportando el calor asfixiante o el frío paralizador, sometido a la voluntad inescrutable de alguna inteligencia superior que da ordenes para que una entidad abstracta (una nación, un pueblo, una comunidad, una república…) o, peor aún, una abstracción en sí (el comunismo, la democracia, la anarquía…) pueda al fin tomar aquella ciudad, cruzar aquel río, que, de todas formas, se volverá a perder y a retomar, quizás no mañana ni en esa misma guerra, ni ese mismo siglo, pero algún día, ineluctablemente y, por supuesto, de la manera más estúpida.

Lo que Simon nos ilustra a través de este libro monumental y excesivo es, pues, la idea del eterno retorno, la negación de la idea misma de progreso. Los hombres no progresan, vuelven a cometer las mismas incomprensibles absurdidades una y otra vez. Por supuesto, esto es discutible, pero es lo que siente este hombre que se pasó semanas montado a un caballo, corriendo estúpidamente de un lado a otro, huyendo de un enemigo invisible y, por así decirlo, conceptual y pensando en su antepasado, que ciento cincuenta años antes, hacía exactamente lo mismo y estaba, sin querer admitirlo, tan desorientado como él.



Una vez pasada la primera parte, se suceden los capítulos dedicados uno a uno a las diferentes guerras, pero el autor se permite introducir de cuando en cuando pequeños incisos de otra época, como para iluminar lo que estamos leyendo con un paralelismo. En esas cuatrocientas páginas, la lectura se hace más fluida y, dependiendo de la inspiración del autor en cada fase o del grado de atención que ponga uno como lector, se pueden encontrar pasajes maravillosos, absolutamente esplendidos, que dejan en el paladar como un regusto de revelación. Hay que decir que la prosa de Simon es particular, que su modo de narrar es oblicuo, focalizado en detalles materiales e inclinado a la repetición. Todas las frases son largas, muy largas, hasta tres o cuatro páginas, llenas de relativas y de paréntesis dentro de otras paréntesis, de gerundios que se suceden para conformar a veces una narración factual que no se presenta como tal… No es fácil leer a Claude Simon, pero es un esfuerzo que se ve muchas veces ampliamente recompensado por una sensación potente, que te deja boquiabierto. En esos casos, leer la frase es como dejarse llevar por una corriente envolvente; otras veces, uno se pierde y no recuerda cuál es el sujeto y es como empantanarse en aguas movedizas.

Podría reprocharle a Simon (al que le daría totalmente igual mi opinión, incluso si estuviera vivo) que sobran muchos pasajes. Las cartas del antepasado, en particular, sobre los movimientos militares o las disposiciones sobre la gestión de su finca son a veces realmente extenuantes. Podría, pero lo cierto es que con un autor así, uno tiene la sensación de encontrarse ante un monstruo intransigente: él es así y no hace concesiones. Lo tomas o lo dejas.

Y yo lo tomo, porque el libro está repleto de pasajes magníficos: la descripción del general francés que se había cubierto de gloria durante la primera guerra mundial y reaparece en la segunda, como una momia salida de un sarcófago; la visita en el presente a la casa señorial y desvencijada, ocupada por un deficiente mental y una vieja a punto de morir que sólo piensa en ocultar que su antepasado había votado la decapitación del rey; las peripecias del grupo de ingleses que intentan salir, haciéndose pasar por turistas adinerados, de la España a la que habían venido a defender ideas nobles y olvidadas…

5.6.09

Leyendo "The New Yorker": Richard Ford, Foster Wallace, Colm Toibin, Tessa Hadley


Hace algunas semanas, comenté algunas lecturas de relatos clasicos del New Yorker. Esta vez me concentro en relatos recientes que he leído en la versión en papel que recibo, con la excepción de los de Cheever y Richard Ford.


"Reunion" de John Cheever (27 Octubre 1962) y "Reunion" de Richard Ford (15 de Mayo 2000)


"Reunion" es un relato cómico muy cortito, una sola página, de John Cheever, autor que ya comenté en el post anterior. Se trata de una broma sobre una temática seria que el autor toca en otras obras: la relación paterno-filial. El protagonista pasa una horas en Nueva York, donde queda en Central Station con su padre, al que no ha visto en muchos años y no volverá a ver nunca. Cuando nos esperamos una escena muy emocional, nos encontramos con una serie de incidentes provocados en bares y restaurantes por el padre, un energúmeno incontrolable que en sus trifulcas con los sucesivos camareros no deja un resquicio para el reencuentro.

Leí "Reunion" porque Richard Ford lo ha mencionado como uno de sus relatos preferidos de Cheever, una elección curiosa teniendo tanta obra magna entre la que elegir. Más tarde, entendí que Ford había incluso escrito un relato bajo el mismo título en claro homenaje a Cheever.Pero el principal punto en común es Central Station: el "Reunion" de Ford no es una broma. Caminando por la estación, el protagonista reconoce al marido de su ex-amante, que parece esperar la llegada de alguien. Empujado por un oscuro impulso, decide saludarle y hablar con él. Por supuesto, la conversación es incómoda y desagradable, pero el narrador aprovecha para contarnos la historía de su affaire con la mujer del sujeto.

Para cualquiera que haya leído a Ford, éste es territorio conocido, casi diría convencional. El amorío no fue pasional, sino más bien pasivo, algo que se hace sin realmente quererlo y sin saber por qué. Viéndolo con la perspectiva del tiempo, el protagonista entiende la insignificancia de toda la historia, su patética frivolidad. Ford escribe con elegancia, inteligencia y savoir faire, pero el relato está a mi gusto demasiado encorsetado en las convenciones de ese estilo literario que algunos llamaban realismo sucio y que la revista acogió amplimente en los ochenta. No hay sorpresas, sólo la patética consciencia de la futilidad de la vida moderna.


Es posible que el relato de Ford tenga un segundo nivel de lectura como homenaje al de Cheever. En el original, un encuentro que, según todas la convenciones narrativas, debería estar cargado de significado y trascendencia se convierte en una pantomima, en una escena cómica. En el de Ford, un encuentro típico de las convenciones cómicas acaba siendo insignificante y ligeramente humillante. Es la no-ficción, la vida misma, una visión de la literatura que consiste en plantar el escenario para un relato clásico y limitarse a aplanarlo, dejarlo discurrir como un río en la llanura.

Me gusta, no crean que no, pero en este caso me ha resultado previsible y convencional, la enésima repetición de una lección bien aprendida hace ya muchos años. Sé que en sus novelas Ford ha desarrollado otro registro, pero cuando vuelve al formato del relato recurre a los trucos de siempre, como un viejo prestidigitador.


"Wiggle Room" de David Foster Wallace (9 de Marzo 2009)



Como ya he comentado anteriormente, David Foster Wallace es un autor que me despierta sentimientos contradictorios. Por un lado, admiro su búsqueda, su inquietud intelectual, su aguda consciencia de la dificultad de innovar en un arte tan viejo como la literatura. Por el otro, sus respuestas, sus soluciones me resultan insatisfactorias, como trucos vistosos pero futiles.

En el mismo número de la revista en que aparecía este relato, se publicaba un largo artículo sobre el autor, casi una biografía condensada, la historia de un hombre en busca de una forma de narrar y la de un hombre que nunca supo convivir con su inestabilidad mental. Una historia triste. Leyéndolo comprendí que el primer insatisfecho con sus hallazgos narrativos era el propio autor, que también tendía a ver las soluciones que desplegaba en "Infinite Jest" como simples trucos. Cuando se suicidó llevaba años intentando acabar un libro que renunciase a esos trucos y diese con una fórmula distinta, más honesta, menos truculenta.

"Wiggle Room" es un extracto de ese libro inacabado, que sin duda se publicará tarde o temprano como tal. No hay interminables notas a pie de página, ni infinitas series de matices para cada afirmación, ni un cierre narrativo caprichoso. El relato se concentra en un hombre condenado a una tarea repetitiva que replica en el trabajo de cuello blanco las tareas de la producción en cadena que Chaplin parodió. Dado el atontamiento al que te somete ese tipo de tarea, estamos ante escenario perfecto para que Foster Wallace despliegue su arsenal de flujos de conciencia y de reflexiones sobre el lenguaje.

Es una lectura potente, aunque se siente que es parte de un conjunto más amplio y no tiene vida propia. Se concentra en una reflexión sobre el aburrimiento y en la posibilidad de que éste, gracias a su fuerza hipnótica, lleve a una especie de epifanía. Tras plantar el escenario y el tema, se introduce un personaje fantástico, una aparición enciclopédica que empieza a explicar la historia de la palabra aburrimiento. Finalmente, se vuelve al principio aunque con la sensación de que, quizás todo haya cambiado. Por tanto, es posible que el lenguaje, o más bien un uso consciente del lenguaje, tenga la capacidad de darnos ese deseado control sobre nuestras vidas que el autor nunca pareció conseguir.


"She's the one" de Tessa Hadley (23 de Marzo 2009) y "The color of shadows" de Colm Toibin (13 de Abril 2009)


Supongo que cada época tiene sus estilos y sus maestros hacia los que todos los demás escritores se giran para intentar atrapar algo así como un espíritu del tiempo, un estadio de la ficción en su larga historia. A su vez, dentro de ese amplio abánico, The New Yorker hace sus elecciones: sin duda Cheever marcó en los años cincuenta el estilo de mucha gente a través de la revista; del mismo modo, Raymond Carver fue un maestro del realismo sucio, ese estilo que contó con tantos seguidores en los ochenta.

El maestro que impera hoy en día sobre las publiaciones de ficción de la revista es, sin lugar a dudas, Alice Munro, que en 2008 llegó a a ser publicada hasta cinco veces. Su estilo es sencillo, directo y a la vez extremadamente sutil: la historia avanza casi sin que nos demos cuenta, parece que no pasa nada, pero un flujo subterráneo, casi inconsciente, se impone a través de una tensión latente en la propia prosa. Invariablemente, las historias acaban con una sensación de descubrimiento interno vivida con gran intensidad por parte del protagonista, generalmente provocada por la naturaleza.

Los relatos de Hadley y Toibin reflejan claramente su influencia. Y a eso, tengo poco que añadir. El final de "She's the one" quizás sea más evocador: la protagonista se ve obligada a buscar un pequeño anillo de oro en medio de un río, mojándose los pies y la ropa y en esa situación experimenta un despertar de los sentidos que parece deshacer de golpe todos los nudos que el relato nos ha ido exponiendo metodicamente. Para mí, en todo caso, estos relatos reflejan el imponente estatus que ha adquirido Munro, pero también que los grandes maestros siempre crean imitaciones banales.

En todo caso, según parece, hay que ser Munro para escribir como Munro. El resto, pálidos reflejos.

21.5.09

"Quemado por el sol": la vibración de la Historia.

No suelo ver dos veces la misma película.




Si no me ha gustado, por razones evidentes; si me ha gustado, porque temo que no me guste la segunda vez. He destrozado tantos buenos recuerdos viendo por segunda vez una película que ahora creo que prefiero los recuerdos. Es un poco como volver a los lugares de la infancia: uno siempre acaba decepcionado.

He hecho algunas excepciones ultimamente, por ahora con buena fortuna. El de "Quemado por el sol" (1994), de Nikita Mikhalkov es un caso ejemplar: recordaba una película delicada y sutil, emocionante sin ser sensiblera, brutal a ratos, una magnífica metáfora de la locura del estalinismo y en general del tiempo que pasa, de los cambios a los que la Historia arrastra a la gente. Pues bien, es exactamente eso. Una película magistral.

Si tenía mis dudas era en parte por el recorrido posterior del director. En particular, unos años después, Mikhalkov dirigió un auténtico bodrio llamado "El barbero de Siberia", una especie relato épico en tono sensiblero, con una vena nacionalista crispante. Vamos, una cosa insoportable. Recuerdo perfectamente salir del cine pensando que o me había equivocado de Mikhalkov, o "Quemado por el sol" no era tan buena como yo recordaba. Visto lo visto, da la impresión de que Mikhalkov intentó imitar el recorrido de Zhang Yimou, de autor de filigranas adoradas por los extranjeros a buque insignia del patriotismo folklórico. En la vida real, según parece, Mikhalkov es un nacionalista, amigo de Putin, que se ha metido a político y es diputado en el Parlamento de Moscú.


"Quemado por el sol", pues, es una de esas películas que consiguen mostrarte la Historia a través de personajes vivos. Es difícil encontrar películas así: por lo general, o la Historia sirve de simple trasfondo a un relato de personajes creíbles o toma tanto peso que los personajes pierden fuerza y credibilidad. Esto último le ocurría, por ejemplo, a Scorsese en "Gangs de Nueva York". En casos como "Quemado por el sol", se consigue que los personajes sean creíbles en sus matices individuales y, a la vez, simbolicen a todo un grupo social e histórico.

El protagonista es un héroe de la Revolución, interpretado por el propio Mikhalkov, un hombre nacido pobre que se ha hecho a sí mismo y se abrió paso en medio del formidable cambio que constituyó la Revolución de Octubre y la consiguiente Guerra Civil, que se ha casado con la joven heredera de una familia representativa del régimen precomunista, una de esas familias que no pueden evitar sentir nostalgia por ese mundo perdido. A un lado, la idolatria personalista, la cultura militar en todos los estamentos de la sociedad, la obediencia ciega y la uniformidad intelectual y nuevos deportes como el fútbol; al otro, el francés, la ópera, la filosofía, el cricket.


A pesar de esos choques culturales y políticos, el héroe revolucionario convive en harmonía con el mundo de su joven esposa, hasta que un joven ex-novio, un protegido del difunto padre, que habla francés y toca el piano, vuelve a la casa en una magnífica y estrafalaria secuencia de presentación. Símbolo de la nostalgia por la vitalidad y la libertad perdidas, el joven lo es también de las nuevas generaciones que Stalin hace crecer a sus pies para reemplazar a los viejos héroes que pueden hacerle sombra: estamos en los años 30, es la hora de las purgas. De hecho, el joven viene para llevarse al héroe a una muerte segura.

Símbolos, los personajes mantienen sin embargo una fuerte individualidad que nos empuja al afecto. El heroe revolucionario es humano y cercano; lleva su estatus de idolo con campechanería y quiere con locura a su mujer y su hija. El joven no es un burócrata ambicioso, es un hombre torturado por sus fracasos y sobre todo por la pérdida de su amor de infancia: ejecuta las órdenes sólo porque en realidad se trata de una venganza personal.


Con todo, el mayor acierto de la película es la niña, interpretada por la propia hija de Mikhalkov, una presencia luminosa y entrañable a lo largo de todo el metraje. Simboliza el futuro y el constante tira y afloja entre los dos hombres por ganarse su afecto sin herir sus sentimiento ni su sensibilidad es en realidad una lucha por el futuro, una lucha que ninguno de los dos va a ganar. Sólo Stalin gana, representado por un enorme cartel elevado por un globo que se alza grandioso al final del film, tras pasarse todo el metraje en preparación.

Durante largo rato, la película avanza sinuosamente en largas secuencias llenas de personajes y de diálogos cruzados, creando una sensación de vida y de profusión, pero poco a poco va concentrándose en el enfretamiento entre los dos hombres. Todo ello es de una sutilidad admirable, casi nada queda explicitamente enunciado y en ningún momento la película pierde su ritmo.

Una maravilla cinematográfica.

9.5.09

"Sobre héroes y tumbas" (1961) de Ernesto Sabato.


Hace ya un par de semanas que terminé de leer "Sobre héroes y tumbas" de Ernesto Sabato y, desde entonces, llevo dándole vueltas a un comentario sobre el libro, sin decidirme a escribirlo. Si no lo he hecho, por supuesto, es porque me ha despertado sentimientos contradictorios.

Es un libro de unas 500 páginas, dividido en tres partes: en la primera (la mitad del libro), un joven de Buenos Aires llamado Martín se enamora de una misteriosa chica, Alejandra, perteneciente a una familia aristocrática caída en la decadencia más total. La segunda parte es el famoso "Informe sobre ciegos", un texto escrito por el padre de Alejandra, Fernando Vidal, antes de su muerte. En la última, volvemos a seguir la historia de la obsesión de Martín por una Alejandra ya desparecida, mientras el confidente de Martín, Bruno, cuenta la historia de cómo se enamoró él mismo de la madre de Alejandra y de su amistad/enemistad con Fernando.


Digámoslo ya: el "Informe sobre ciegos" es una pequeña obra maestra de literatura fantástica, 120 páginas que se leen en un suspiro a medida que el narrador consigue atraparnos en su mundo paranoico, su obsesión con la ceguera y su convencimiento de que existe un mundo subterráneo a través del cual los ciegos dominan en realidad el mundo. La narración avanza progresivamente, sin hacer ni un sólo paso en falso, adoptando el tono ora de una novela de espías, ora de la autobiografía de un perdedor y finalmente de novela fantástica. Durante toda la lectura, uno se pregunta cómo va a resolver Sabato el increíble embrollo en el que se ha metido y la respuesta es la única posible, una escapada hacia lo fantástico, una docena de páginas absorbentes, que se leen como una hipnosis (sin poder parar de leer y sin entender nada) y que constituyen un magnífico broche a una obra literaria escueta, nerviosa, rabiosa. Una maravilla que sólo la locura del siglo XX podía darnos. No es de extrañar que este "Informe sobre ciegos" se venda con frecuencia como una obra independiente.


Por desgracia, no puedo decir lo mismo del resto del libro. La primera parte, en particular, es lenta y algo plomiza, repetitiva hasta la extenuación. Es también la historia de un misterio, el de Alejandra, que es un ser excepcional y extraño. Afortunadamente, Sabato consigue convencernos de que lo es, sobre todo a través de las narraciones de la propia Alejandra, pero la persecución de ese misterio se estira innecesariamente durante 250 páginas y acaba uno extenuado del misterio. Harto, vaya. Por eso, el "Informe sobre ciegos" de Fernando Vidal cae como un agradecidísimo interludio, para luego volver en la última parte a un estilo parecido al de la primera, de una narración personal, nostálgica y plañidera, sobre la incapacidad de asir ese misterio entre las manos, de entender a una mujer. 

Bien es cierto que la narración de Bruno, que funciona como un eco llegado del pasado que responde al grito de dolor de Martín, es más interesante y amena que la de Martín, en parte porque nos explica los orígenes de ese personaje increíble que es Fernando Vidal y en parte porque ocurre en esa infancia llena de juegos crueles y de fascinaciones que no necesitan ser explicadas, y no en la juventud, tan necesitada de entender. La historia de los personaje de Bruno y Fnernando (que son de la generación de Sabato) está repleta de elementos interesantes de la Historia de Argentina, en particular las modas ideológicas, del anarquismo al comunismo y muestra bien la naturaleza sincrética de la cultura política argentina, fruto de las distintas olas de inmigración llegadas de Europa. 


Tras la narración de Bruno, en el último tramo de libro reaparece y cobra mucho peso un nivel narrativo que aparecía en la primera parte: una historia del pasado, la huida y muerte del General Lavalle, un militar que en el siglo XIX luchaba por el sueño bolivariano de la unidad latinoamericana en contra de los intereses locales que acabaron triunfando y fragmentando el continente. Es la elegía de una lucha abocada al fracaso, cuyas implicaciones históricas se me escapan completamente, por lo que no soy capaz de apoyarme en este nivel narrativo para entender mejor el resto del libro. Por lo general, me ha resultado bastante aburrido leer estos pasajes que el autor inserta en cursiva, pero he de admitir mi ignorancia.

Habiendo leído hacia muchos años "El Túnel" (1948), creía recordar que la prosa de Sabato era escueta y directa, como lo es de hecho en el "Informe sobre ciegos", no plañidera y tortuosa como la del resto del libro. Su mayor defecto es una tendencia irreprimible a las comparaciones, a veces larguísimas, interminables, que nos deberían hacer entender mejor los sentimientos del protagonista, pero no son con frecuencia mas que apuntes arquetípicos: "Y llegamos al borde del sueño como náufragos exhaustos que logran alcanzar la playa después de una larga lucha con la tempestad", o "Y su sonrisa en medio de la tragedia era como un solcito que fugazmente apareciera en un día tormentoso y frígido de grandes inundaciones y maremotos", o también "Caminaba a la deriva, como un bote sin tripulantes arrastrado por corrientes indecisas, y realizaba movimientos mecánicos como los enfermos que han perdido casi totalmente la voluntad y la conciencia y sin embargo se dejan mover por los enfermeros y obedecen las indicaciones con oscuros restos de aquella voluntad y de aquella conciencia aunque no saben para qué". Creo que no hacen falta más ejemplos.


Pero no quiero dar la impresión de que, más allá de la maestría del "Informe sobre ciegos", éste es un libro fracasado; en realidad, sólo me parece un ejemplo más de lo difícil que es intentar construir una novela alrededor de un misterio que, en el fondo, es inexplicable. Por supuesto, en una narración más clásica, la respuesta vendría con un giro final del tipo "su padre la violaba de niña" o, "en realidad su padre no era su padre", pero Sabato se niego a recurrir a esos trucos: quiere hacernos entender que los verdaderos misterios siempre serán misterios y que eso es lo que nos hace hombres. Admiro la valentía de Sabato al intentar atacar un tema de esa profundidad con la mirada al frente y sin miedo. Sólo digo que lo podía haber hecho de un modo más escueto, menos farragoso y contemplativo.

1.5.09

De polis, putas y ladrones: "High and Low" de A. Kurosawa y "Street of Shame" de K. Mizoguchi


Mizoguchi, Ozu y Kurosawa conforman una especie de Santa Trinidad que define el cine japonés a ojos occidentales. Desde el descubrimiento de "Rashomon" de Kurosawa en 1951 en el Festival de Venecia, los críticos y cinéfilos occidentales no han dejado de maravillarse ante la fábrica de obras maestras que fue el cine japonés de los años cincuenta y sesenta. Por alguna razón, también parece que ese público, dado a las querellas de sobremesa, haya decidido que todo el mundo tiene que elegir entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y agarrarse a esa elección con fervor, despreciando a los otros dos componentes de la trinidad.


Yo, por mi parte, he de admitir que nunca he conseguido penetrar en el universo de Ozu, esas historias de familia, en las que infaliblemente una hija prefiere quedarse con su padre que echarse al mundo y casarse, narradas con una parsimonia inconcebible. Lo he intentado varias veces y lo seguiré intentando, pero por ahora Ozu no me ha seducido.

En cambio, entre Kurosawa y Mizoguchi no puedo elegir. Se ha dicho mucho de Kurosawa (con desdén) que era el más occidental de los cineastas japoneses y la admiración que despertaba entre directores como Georges Lucas o Spielberg, no hacía sino confirmar esa sospecha. Bien es cierto que Kurosawa se pasó la vida adaptando obras ejemplares de la cultura occidental: "Macbeth", "El idiota" de Dostoievski, "Los bajos fondos" de Gorki o "Dersu Uzala", basada en las memorias de un explorador ruso. También lo es que absorbió modelos narrativos típicos del cine americano, en particular el cine negro y el western, pero todo ello no le resta valor. En cierto sentido, el cine de Kurosawa enseñaba a Occidente un modo distinto de entender su propia cultura y esas enseñanzas las han absorbido muchos grandes directores. Despreciarle en nombre un afán exótico, crisparse ante una excepción de la supuesta otredad nipona, es un reflejo de explorador romántico del siglo XIX, como enfadarse porque un zulú beba Coca-Cola.


"High and Low" (1962) es un ejemplo de la facilidad con que Kurosawa se apropiaba de las reglas del cine negro norteamericano. Adaptación de una pequeña novela negra americana caída en el olvido, "High and Low" es la historia perversa de un rapto. En un primer momento, el padre del niño raptado (un tronante Toshiro Mifune) se muestra dispuesto a pagar el rescate: sin embargo, cuando entiende que el criminal se ha llevado en realidad al hijo de su chófer, decide llamar a la policía y duda en pagar. El dilema moral que se le presenta es típico del cine humanista del director y no nos sorprende que el hombre de negocios acabe dándole más importancia a su deber moral que a su interés personal. Toda esta primera parte está rodada con un estilo muy teatral: un escenario prácticamente único, varias cámaras bien alejadas y situadas estratégicamente y un diálogo tenso con situaciones al límite. El resultado es simplemente magnífico, trepidante.


La segunda parte se concentra en las pesquisas policiales para identificar al criminal. Mifune desaparece y su alter ego, el raptor, se va configurando poco a poco. Frente a él, los policias hacen su trabajo, meticulosamente, pero el verdadero protagonista es la ciudad, la sociedad japonesa en pleno desarrollo industrial: el tren bala lleno de "commuters", la sala de baile con prostitutas y soldados americanos negros, las terribles calles infestadas de drogadictos y, finalmente, el barrio donde vive el criminal, un cúmulo de chabolas justo a los pies de la casa del empresario, que parece reinar sobre ellas como un castillo sobre un pueblo medieval. "High and Low", alto y bajo, o, en el título original, cielo e infierno.

Un díptico fascinante, complejo y sutil. No es de extrañar que Mike Nichols haya anunciado la intención de realizar una adaptación próximamente, producida por Martin Scorsese. 



Mizoguchi era doce años mayor que Kurosawa y, por supuesto, uno de sus maestros más directos. Hizo tanto películas de época ("Cuentos de la luna pálida" (1953) quizás sea su película más conocida en España) como historias contemporáneas. Perteneciente a este último grupo, "Street of Shame" (1956), o "La calle de la vergüenza", fue su última película. Trataba muy directamente uno de sus temas centrales: el papel de la mujer en la sociedad japonesa, en este caso a través de la prostitución. Es la historia de un grupo de mujeres que trabaja en un burdel en el barrio rojo de Tokyo en el momento en que se debate en el Parlamento una ley que prohibiría la profesión. La película refleja ese debate y muestra a una sociedad dividida entre tradición y modernidad, pero sobre todo muestra mujeres, a personas que sufren por el papel al que les relega la sociedad.


He dicho tradición y modernidad, parece que sea el tema inevitable de toda obra japonesa y parece un marco de lectura cómodo y comprensible, pero no es así. No con Mizoguchi. La tradición, por supuesto, es la cultura de la geisha, la cortesana sofisticada y cultivada que entretiene al aristócrata. Pero la guerra y la influencia occidental ya han destruido esa cultura y la prostitución que se practica en esa época está adaptada a los cánones occidentales. Por tanto, en ese debate a favor y en contra de la prostitución, la nostalgia por un orden pre-moderno que ya ha desaparecido no tiene lugar y Mizoguchi lo deja muy claro desde el principio. El problema, según la película, es que la sociedad japonesa no les deja otra opción a las mujeres: o casarse y ser esclava de un hombre (trabajar para él, sin sueldo) o prostituirse. Claramente, el director no considera la prostitución algo por definición sucio e indigno; parece pensar, al contrario, que hay algo de dignidad en la relativa independencia que les permite alcanzar.

En una de las historias, una vieja puta que sueña con irse a vivir con su hijo, que ha sido criado por sus abuelos con el dinero que ella ganaba en el burdel, se vuelve loca cuando éste la repudia, precisamente a causa del oficio al que ella se ha resignado con tal de darle a él una vida digna. Es una paradoja inhumana que deriva de una comprensión perversa de la moral y de una obsesión por el qué dirán. Mizoguchi parece decir que, si la modernidad consiste en valores burgueses y moralismo barato, prefiere que las cosas se queden como estaban; sólo que ya no están como estaban.



A Mizoguchi le preocupan ante todo las mujeres, su autonomía de decisión y su capacidad de escapar del papel al que las quiere condenar la sociedad. Una de prostitutas más jóvenes y guapas, ambiciosilla ella, se ha visto condenada a la prostitución por la enfermedad de su padre, pero hace todo lo que está su mano por escapar a esa condición. Metódica y manipuladora, consigue que uno de sus clientes robe de la caja de la tienda donde trabaja para escaparse con ella. Cuando él entiende que ella sólo quería el dinero, intenta matarla, imponer su fuerza masculina sobre las estratagemas femeninas, pero ella sobrevive y consigue, en efecto, convertirse en empresaria. Ni Mizoguchi ni las otras prostitutas la juzgan: todo el mundo entiende que es la sociedad la que empuja a una chica con recursos a engañar y manipular para salir adelante.

El debate parlamentario sobre la ley es el trasfondo de toda la película: el dueño del burdel repite varias veces el mismo discursillo hipócrita según el cual un burdel hace el trabajo social que el Estado no hace; un policia confía en que el Estado, una vez abolida la profesión dé casa y trabajo a todas las nuevas paradas... 

El estilo de Mizoguchi es bien conocido: preciso, de planos magníficamente compuestos, haciendo gran uso de la profundidad de campo y de la capacidad narrativa del movimiento de los actores. Pero su famosa identificación de planos y escenas no se aplica metódicamente: el director siente la necesidad de recurrir al primer plano en los momentos clave en que se explica por qué cada una de ellas ha acabado en esa situación.

La película empieza con un plano panorámico del barrio rojo, sobre el fondo de una extraña música casi experimental. Acto seguido, entramos en la calle de los burdeles al amanecer y pasamos a un plano de la entrada del burdel que nos va a ocupar. En la última secuencia, una chica virgen llegada del campo, que ha trabajado de limpiadora en el burdel varios años, es vestida de Geisha y empujada a vender su himen a los paseantes. Tímida, le cuesta salir a la calle avalanzarse sobre los hombres como hacen las más experimentadas: se refugia tras la entrada y, detrás del muro, sacando apenas el brazo y media cara, llama a los hombres con los movimientos torpes de su dedo índice. 


Es un final desgarrador (con perdón).

P.D. De nuevo, he descubierto estos dos clásicos gracias al afán de la Criterion Collection.

24.4.09

Leyendo "The New Yorker": John Cheever, Susan Sontag, Donald Barthelme


El mejor regalo de cumpleaños que me han hecho nunca me lo hizo Misara en julio pasado: una suscripción anual al semanario "The New Yorker". Mucha gente dice que es la mejor publicación periodística que existe y, desde luego, es la mejor que he tenido la oportunidad de leer. "The New Yorker" lleva más de ochenta años siendo fiel a una fórmula sencilla, pero exigente: artículos largos, concentrados en obtener análisis profundos de temas específicos. Según he oído, el autor dispone de unos tres meses para escribir su texto, que luego es escrutado minuciosamente por un departamento que se dedica a comprobar la veracidad de cada elemento objetivo mencionado. Lo importante es que el resultado no es un plomizo texto académico, sino todo lo contrario: un texto ágil, vivo, de naturaleza inequivocamente periodística, pero muy sustanciado y que intenta transmitir la curiosidad, el deseo de saber que ha sentido el autor ante el tema en cuestión. Obras maestras como "Eichman en Jerusalem", de Hannah Arendt, fueron escritas para y publicadas por primera vez en esta revista.

El otro elemento esencial en el éxito de "The New Yorker" ha sido la publicación constante de relatos de ficción. Por sus páginas han pasado practicamente todos los grandes nombres de la narrativa americana del siglo XX, así como muchos otros que han caído en el olvido, ya sea justa o injustamente. Gracias a mi suscripción, tengo acceso digital a los archivos de todos los números de la revista a través de un visor que permite ver exactamente el aspecto que tenía la publicación original, con los anuncios de la época y todo. De modo que he podido leer una serie de relatos exactamente como se leyeron por primera vez, incluidos los característicos chistes. He aquí unos comentarios rápidos sobre cuatro relatos:


"Goodbye, My Brother" de John Cheever (25 de Agosto 1951)



Fue la reciente publiación de una extensa biografía de John Cheever lo que me empujó a buscar algún relato que leer entre los más de cien que publicó en "The New Yorker" a lo largo de su vida. En su comentario de la biografía (uno de los últimos que escribió), John Updike menciona elogiosamente "Goodbye My Brother", o "Adiós, hermano", si bien de Cheever se conoce sobre todo "El Nadador", sin duda por la película que se adaptó de aquel relato, con Burt Lancaster.

Es un magnífico relato en el que el narrador intenta hacernos entender por qué la actitud de su hermano es tan mal recibida por el resto de la familia. Un familia de la burguesía liberal americana, que veranea en una casa frente al mar, de talante licencioso y con tendencia a beber y disfrutar de la compañía de los demás. El hermano en cuestión, en cambio, es serio y rígido, pesimista y moralista y parece dispuesto a charfar las vacaciones a una familia de la que repudió hace tiempo.

A lo largo del relato, el lector duda ante la insistencia del narrador por defender su estilo de vida y criticar la actitud de su hermano. A un cierto punto, empezamos a entender que el narrador presta pensamientos a su hermano que éste no manifiesta claramente y que esos pensamientos están en realidad en la mente del narrador. La mirada crítica del hermano no hace más que descubrir en su interior esas cosas que él prefiere ocultarse, esas ideas que están en nuestra mente pero que preferimos tener guardadas bajo una capa de polvo o de represión. En una lectura socio-política, el hermano podría representar en una extraña síntesis todo aquello que la burguesía liberal americana no soporta: el comunismo, que la amenaza como clase, y el moralismo, que atenta a su buena conciencia liberal.

Pero Cheever conduce todo ello hacia una ruptura final con la naturalidad de las cosas vividas. Es un relato impresionante.


"The Swimmer" de John Cheever (18 de Julio de 1964)



"El nadador" es también un espléndido y sorprendente relato, que juega con una especie de versión del realismo mágico adaptada a la literatura de malestar suburbial de la posguerra americana. El protagonista decide volver a su casa desde la casa de unos amigos haciendo un largo camino de piscina en piscina, un camino aparentemente banal que adquiere poco a poco tintes metafóricos, simbolizando la propia vida del protagonista.

Es un relato sencillo y conmovedor, que más bien recuerda a un cuento. La narración avanza con gran facilidad, sin forzar las cosas, de un modo pasivo y descuidado, teñiéndolo todo de un tono de nostalgia por una época pasada. Cada palabra está en un sitio y, sin embargo, parece natural.

Un relato muy bonito y que parece haber influenciado a mucha gente, pero me quedo con el tono más realista y perverso del anterior.


"The Indian Uprising" de Donald Barthelme (6 de Marzo 1965)



También es de publicación muy reciente una biografía de Donald Barthelme, figura bastante más olvidada que la de Cheever, pero que merece ser reconsiderada. Barthelme es, con toda probabilidad, el autor que sentó las bases de lo que ahora se conoce generalmente como literatura postmoderna, inspirándose en su admiración por el arte contemporáneo. Su escritura es en extremo idiosincrática: de lectura incómoda, funciona como un collage de textos de naturaleza diversa que se reúnen y se cruzan sin solución de continuidad en un conjunto heterogeneo, cuyo sentido no aparece de manera visible.
"The Indian Uprising", o "El levantamiento indio", es probablemente su relato más conocido. Se trata de una de las primeras obras de ficción que trató la guerra de Vietnam, si bien metafóricamente. Aquí, el enemigo son los indios, lo cual interpreto como una lectura de la guerra de Vietnam en clave de Historia americana, como si Estados Unidos viera en Vietnam una especie de nueva frontera, un espacio que hay que colonizar y limpiar de los tipos de caras raras que actualmente lo ocupan. También hay referencias a la tortura y al tratamiento psicológico de los traumas que la guerra crea en los soldados e incluso a Godard. Muchas de las técnicas que hoy definen la literatura postmoderna se encuentran ya en este relato d ehace 44 años: la lista de cosas sin relación aparente, la definición médica de un corazón en una frase que habría debido tratar de sentimientos, las frases teóricas que intentan definir la naturaleza del texto que estamos leyendo ("el único tipo de discurso que apruebo es la litanía").

Ni siquiera sé si este relato se puede clasificar como ficción. Como digo, es de lectura árida, pero al terminarlo uno tiene una especie de sensación de haber visto algo distinto, de haber visitado un territorio desconocido. Es una literatura de posibilidades teóricas infinitas. El único problema es que no se disfruta.


"The way we live now" de Susan Sontag (24 de Noviembre de 1986)

Un artículo sobre la publicación de las cartas de Susan Sontag incitó mi curiosidad sobre esta autora a la que nunca había leído, a pesar de ser muy conocida en España. Sontag ha escrito mucho más ensayo que ficción para esta revista, pero éste vale por muchos.

"The way we live now", o "El modo en que vivimos ahora" es una de las primeras obras de ficción sobre el SIDA (que no e smencionado explicitamente en ningún momento), en un época en que cada día había una noticia sobre la epidemia en los periódicos y en que aún era un problema esencialmente restringido a la comunidad homosexual. Sontag utiliza un estilo innovador, en el que no existe un narrador único: el texto es una sucesión de frases atribuidas a algún miembro de círculo de amigos del enfermo. De este modo, la autora subraya la naturaleza colectiva d elo que está ocurriendo. Sin embargo, ello no le impide establecer una narración en el sentido clásico, en la que seguimos la evolución de la enfermedad y, sobre todo, la evolución dle pensamiento colectivo de la comunidad homosexual al respecto.

Ciertamente, la visión de Sontag es lúcida: el título subraya la principal consecuencia de la aparición de la enfermedad, ese modo en que seguimos vivendo hoy en día, sin la libertad sexual que se vivió hasta entonces, sin esa despreocupación tan característica. En otras palabras, la época del condón. Ése es el único tiempo que yo he conocido y este relato palpa el pulso del momento de su nacimiento. Más allá, Sontag pone de relieve todas las luces y las sombras del carácter colectivo de este fenómeno: la solidaridad del grupo y las envidias, el miedo de seguir con la misma vida y la esperanza puestas en la ciencia, el ostracismo de los enfermos...


Un magnífico e innovador relato casi a pie de calle y que, sin embargo, no ha perdido un ápice de su pertinencia.
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P.D. He leido una larga e interesante entrevista a Susan Sontag hecha por una admiradora china, Evans Chan. Sontag se refiere a Barthelme como ejemplo característico de autor que ha sido catalogado de post-moderno a posteriori y muestra un cierta crispación con todo el debate sobre la post-modernidad e incluso con la vacuidad del propio término. He de decir que comparto esa crispación: el hecho mismo definir una posición intelectual únicamente por contraposición (o posterioridad) a otra posición muestra su pobreza. Lo que crispa a Sontag es que la post-modernidad quiere que a todo (toda creación cultural, por ejemplo) le sea reconocido el mismo valor. Ella, en cambio, defiende un criterio e incluso una jerarquía de valores. Por supuesto, como objeto de estudio toda creación puede ser interesante, pero como lector y espectador uno necesita establecer criterios.

Ciertamente, podría simplemente reesciribir el post y suprimir las referencias a la idea de post-modernidad, puesto que no me parece un concepto útil, pero en cierto sentido prefiero que quede constancia de que lo he utilizado: eso demuestra que con frecuencia las ideas nos usan más a nosotros de lo que nosotros las usamos a ellas. En realidad, invertir esa relación de manipulación requiere enorme esfuerzo y capacidad intelectual y poca, muy poca gente es capaz de conseguirlo.

3.4.09

"Vida en Sombras" de Lorenzo Llobet-Gracia.

Qué paramo, el cine español de la posguerra. Están Berlanga, Bardem, las películas españolas de Ferreri y, más tarde, alguna que otra de Buñuel. Y para de contar. Vistos dese hoy, los años cuarenta y cincuenta en España parecen un desierto cultural, años de hambre, dictadura, represión y censura. Años perdidos que nos dan esa sensación tan nuestra de atraso, de Europa acaba en los Pirineos y demás complejos de los que no parece que acabemos de librarnos nunca.

Sin embargo, viendo el otro día "Vida en sombras" (1948) de Lorenzo Llobet-Gracia, tuve la sensación de mirar por el ojo de la cerradura hacia lo que podría haber sido, hacia una realidad histórica paralela de cine personal, brillante, creativo y arriesgado. No llegó a ser, pero películas como ésta demuestran que lo que faltó no fue el talento ni el deseo, ni el sentido del riesgo.


La copia que hoy podemos ver de "Vida en sombras" lleva la huella de esas condiciones históricas (la mano de la censura, la falta de medios) que no permitieron que el talento de su director floreciera: el celuloide rasgado, el sonido de muy baja calidad, los saltos del montaje, las incongruencias en la narración. No se puede pretender que sea una visión agradabla ni gozosa, pero da una idea muy clara de lo que podría haber sido y, a ratos, incluso lo es.

Es una película personal, que narra la obsesión por el cine de un hombre nacido en una de las primeras salas de cine del país, cuando aún la gente no tenía claro lo que era. La narración sigue los acontecimientos históricos (fin de la primera guerra mundial, proclamación de la república, guerra civil, posguerra) en paralelo con la creciente obsesión del protagonista con el cine. Durante la guerra, su mujer muere y él considera que su fijación cinematográfica es responsable del drama, por lo que reniega del cine y sólo consigue volver a entrar en una sala mucho más tarde.


La película está repleta de momentos potentes. Por ejemplo, filmando un tiroteo urbano durante la guerra, el protagonista no duda en manipular el escenario para darle mayor dramatismo a la secuencia; en ese momento, entendemos que la guerra no es del todo real para él, que sólo existe a través del objetivo, como si fuera un guión y no un verdadero drama. El primer beso entre los amantes ante la pantalla de cine mientras ven "Romeo y Julieta" también nos recuerda que para él las cosas de la vida real sólo existen mediatizadas a través del cine. Quizás por eso la escena en que el matrimonio se entera a través de la radio del estallido de la guerra tiene un curioso tono que parece a la vez aplanar el dramatismo y añadirle tensión: la cámara se pasea lánguidamente por el salón mientras Fernán-Gómez se enciende un cigarrillo y su mujer intenta bordar y el espectador palpa realmente el paso del tiempo, hasta que llegan más noticias y se confirma que estamos en guerra. Pero no parece real porque sólo hay sonido, palabras, una voz que dice cosas. Faltan las imágenes.

Pero la mejor secuencia se encuentra en el último tramo, cuando el protagonista vive en plena depresión, incapaz de olvidar la muerte de su mujer y de recuperar su pasión por le cine. De nuevo, la cámara se mueve lentamente por el cuarto mientras Fernán-Gómez sufre la visión de la fachada de un cine en las Ramblas, frente a su balcón, donde pasan "Rebeca" de Hitchock, una fachada llena de neones que se encienden y se apagan, ora proyectando sombras en su cuarto, ora dejándolo a oscuras, mientras observa el retrato de su mujer muerta y el tiempo pasa en valde. Intentando recuperarla, se proyecta secuencias familiares en que ella sonríe y posa y dice "no sé qué decir" y se alisa la falda y la composición de los planos nos sugieren que estamos dentro de su mente, como si viéramos una película que él se proyecta a sí mismo una y otra vez y no le deja vivir.


Al final, el protagonista recupera su pasión y se decide a dirigir una película: en la útlima escena, entendemos que hará una película sobre su amor por el cine y vemos cómo rueda en uno de los decorados en que realmente se ha rodado una de las primeras escenas de la película que estamos viendo. La película es la historia de su propia creación. Este tipo de reflexión metacinematográfica no era moneda corriente en 1948, ni en España ni en niguna parte. Más aún, a través de los debates del protagonista con su amigo, "Vida en sombras" también muestra una mini-historia subjetiva de la teoría cinematográfica: desde el rechazo al sonoro en virtud de la "esencia" propia del cine hasta la llegada del technicolor.

"Vida en sombras" es una película que nos ha llegado en muy malas condiciones, pero cuyas cualidades son palpables. Había un genio detrás de la cámara que nunca pudo completar niguna otra película. Esta salió en salas tres años más tarde, probablemente destrozada por la censura y pasó sin pena ni gloria hasta que la Filmoteca Española la recuperó hace unos años. Cuánto talento se malgastó en aquellas décadas perdidas.

Esta película se proyectó en el festival de Venecia del año pasado, junto con un documental sobre su creación: "Bajo el Signo de las Sombras" (1984) de Ferrán Alberich.

19.3.09

Judd Apatow y las miserias de la masculinidad: "Virgen a los 40" y "Supersalidos"

Hace unas semanas leí un largo artículo en la revista Rockdelux a mayor gloria del productor americano de comedias comerciales Judd Apatow. Al no haberme sentido siquiera atraído en ningún momento por ver ninguna de sus películas, me pareció curioso el ahínco que ponía la autora en darle una pátina de respetabilidad y trascendencia a lo que a todas luces parecía cine facilón, comedietas groseras de chiste fácil. Si le divierten, pues muy bien -pensé-, pero no tiene por qué intentar convencer a los demás de que además es buen cine.

Evidentemente, sólo podía basarme en mis prejuicios negativos, de modo que decidí ver un par de las películas mencionadas con mayor efusión en el artículo, "Virgen a los 40" y "Supersalidos". Apatow, que produce a un ritmo de tres o cuatro películas por año, es productor de ambas y dirige la primera. Ésta confirmó mis temores, pero la segunda me sorprendió gratamente.



Judd Apatow y su mujer, Leslie Mann, que interpreta a una borracha con ganas de marcha en "Virgen a los 40", dirigida por su marido.

En realidad, las dos películas (y quizás toda la obra producida por Apatow) tratan del mismo tema: las paradojas de la masculinidad. La tesis es que la masculinidad es algo patético que los hombres creamos esencialmente a través de la palabra, en general hablando de sexo, de nuestras proezas, nuestras conquistas, nuestra potencia, nuestra virilidad. Por supuesto, esas palabras se intercambian entre hombres, por lo que en realidad lo que nos interesa no es tanto seducir a mujeres sino a los otros hombres, demostrarles que somos los más hombres. Habreis oído alguna vez la anécdota del torero que se acostó con Ava Gardner en un hotel lujoso de Madrid y, en cuanto terminó, en lugar de quedarse con ella en la cama, salió corriendo a gritarlo por las calles. No le interesaba acostarse con ella, sino contarlo. El verdadero placer del hombre, su goce, se encuentra en la palabra, no en el sexo, en su relación con otros hombres, no con las mujeres. Por eso estas películas son tan soeces, tan repletas de groserías y de palabras y expresiones explícitas: porque ése es su tema central: la contradicción entre lo que los hombres hacen y lo que dicen.

Por eso también en las películas de Apatow las mujeres son esencialmente objetos, elementos extraños, incomprendidos, que se dividen muy sencillamente en dos clases: las que actúan de acuerdo con las fantasías que los hombres rumian en su mente y en sus interminables conversaciones y las que no. Cada mujer que aparece es inmediatamente clasificada en una categorización simplista y su comportamiento se va entender en función de ese parámetro: ¿hará lo que se espera de ella o contradirá las ensoñaciones masturbatorias del hombre?


El virgen en cuestión siendo absorbido por la mujer del productor

En "Virgen a los 40", el verdadero arranque de la película se centra en una escena en que el protagonista, en compañía de sus colegas del trabajo, intenta ocultar su virginidad hablando de su ficticia experiencia con las mujeres del modo más gráfico y guarro posible. Pero no le salen las palabras y los demás entienden en ese momento que es virgen. La palabra le ha traicionado: él, simplemente, no es un hombre porque no posee las palabras que te hacen hombre incluso antes de haber tenido relaciones sexuales. A partir de ese momento, toda la película consiste en un repetitivo juego de puesta a prueba de las fantasías sexuales que el protagonista va tomando prestadas de sus amigos: la que hay que emborrachar para llevársela a la cama, la vecinita aparentemente inocente de imaginación tan calienturienta como la de un hombre...

En medio de tanto cliché, emerge un debate moral de orden decimonónico: ¿se debe tener la primera experiencia sexual con la primera que pase o se debe reservar la virginidad a la que se ame de verdad? A esta pregunta rancia, la película responde contundentemente en favor de la opción más conservadora: el sexo es una cuestión ante todo de amor y hay que saber esperar a la persona adecuada y entregarse a ella después de un largo proceso de cortejo.

No es la menor paradoja de la factoría Apatow: un cine supuestamente provocador y subversivo, que plantea dilemas morales propios de la pubertad a los que responde sistematicamente con la opción más conservadora.

Quizás esta reflexión unilateral sobre la masculinidad sea relativamente interesante pero es difícil que dé suficiente contenido a todo un largometraje. "Virgen a los 40" es previsible, repetitiva y crispante. Me resulta particularmente molesta esa constante ruptura de la verosimilitud: en multitud de escenas ocurre algo que no resulta creíble, demasiado exagerado, la típica escena que parece fruto de la imaginación del protagonista. Pero no, éste no se despierta de ninguna ensoñación y el director (el propio Apatow) no se molesta en aclararlo; se limita a continuar la narración, mezclando alegremente escenas creíbles con otras inverosímiles. Si por lo menos las ocurrencias en cuestión llegaran a surrealistas, otro gallo cantaría, pero son simplemente exageraciones supuestamente divertidas. Afortunadamente, el final (una reinterpretación estrafalaria de "Aquarius/Let the Sunshine in" del musicla "Hair" -la misma que versioneó Raphael-, como celebración del despertar sexual) sí es surrealista y muy divertido y, la verdad es que se agradece después de tanta tontería vacua.


"Supersalidos" (prefiero el título original, "Superbad") es una película mucho más coherente y sólida, y sobre todo más sincera. Para empezar, trata de la adolescencia, que es la época lógica para el tipo de cuestiones que plantean estas películas: la época en que un chico aún no ha tenido una experiencia sexual y todo lo que conoce del sexo le ha llegado a través de la pornografía y de la palabra. Para ellos, en efecto, una chica es un misterio: es imposible saber si le gustas, es imposible saber si está dispuesta a irse a la cama. Todo lo que puebla tu mente son clichés, imágenes pornográficas y palabras y más palabras que has intercambiado con tus amigos. Trasladar ese estado a personajes de 35 años, como hace "Virgen a los 40", me parece un poco idiota. Pero en "Supersalidos" tiene su razón de ser.

Lo curioso de esta película es que el guión está escrito por el actor Seth Rogen y su gran amigo de adolescencia, Evan Goldberg basándose en sus propios recuerdos de aquellos años, dándole incluso a los personajes sus propios nombres de pila (ambos ya habían escrito juntos varios episodis del "Show de Ali G"). La historia se centra en su relación, que resulta real y auténtica, muy creíble. De nuevo, las chicas objeto de sus fantasías no son más que eso, objetos de los que se espera una reacción, pero esta película se esmera en analizar esas paradojas.


Seth Rogen, el guionista inesperado.

Seth cree que tiene que emborrachar a la chica que le gusta para poder llevársela al catre, pero entiende demasiado tarde que ella no bebe alcohol y que, aunque él le gusta, no está dispuesta a hacer nada con él si está borracho. Moraleja: las fantasías y los prejuicios del hombre son destructivos, un obstáculo para obtener lo que desea.

En paralelo, su amigo se encuentra con que la chica que le gusta está borracha como una cuba. Es la oportunidad de oro que nunca se va a repetir: suben al cuarto y ella convierte en realidad la más salvaje de las fantasías masculinas: se desnuda, le desnuda y está deseando hacerle una felación. Pero él, para su propia sorpresa, entiende que no es lo que desea y, tras pretender que está encantado, se resiste.

Cuando las fantasías masculinas se convierten en realidad.

Tras ese doble fracaso, los dos amigos duermen el uno junto al otro en sacos de dormir, como han hecho tantas veces a lo largo de su adolescencia. Lamentándose de su mala suerte, acaban confesando lo que realmente sienten: "no tiengo miedo de decirlo; te quiero" y así repiten varias veces "te quiero" antes de quedarse dormidos, abrazados como amantes. Al día siguiente, Seth se despierta y quiere salir corriendo como un Don Juan cualquiera tras una conquista de una noche. Es sorprendete que los guionistas se hayan atrevido a llevar su tema hasta sus últimas consecuencias de un modo tan explícito. No es una película sobre el descubrimiento de las relaciones con las mujeres, sino sobre la verdadera naturaleza de la amistad entre dos adolescentes.

El resto de la película funciona como una "screwball comedy" de los años cuarenta, con un ritmo muy rápido, haciendo que las situaciones absurdas se encadenen y que estén tan enmarañadas que nada se puede resolver si los demás elementos no se resuelven. Funciona bien, es divertida y la dirección es puramente funcional, de una discreción total, al servicio del guión y de los actores, pero nada de ello tendría valor alguno si los guionistas no hubieran sido honestos y sinceros. Ése es el secreto del éxito de esta película.

13.3.09

"Niebla" (1914), Nivola jocosa de Unamuno.

Cojo "Niebla" con una mezcla de curiosidad y reticencia. La novela de un filósofo tan respetado no puede sino ser seria, teórica, sin duda algo plomiza. Mis referencias son la lectura de "San Manuel, bueno, mártir" en el instituto, cuya temática metafísico-espiritual dejó frío al adolescente que era, y la visión de la adaptación cinemtográfica que de su "Tía Tula" hizo Miguel Picazo. Me preparo para una lectura ardua, que probablemente me deje a ratos en las orillas de la incompresión. Con esa mentalidad, empiezo a leer.

Y me parto de risa.



El tono es jocoso y libre. Un prólogo irrevenrencial escrito por uno de los personajes de la novela ataca directamente al autor, que se defiende energicamente en un post-prólogo. La novela con el despertar sexual de un huérfano ya mayorcito que se enamora de la primera moza con quien se cruza en la calle. Sus monólogos interiores, lejos de las riadas de otros escritores, están hechos para arrancar auténticas caracajadas. La filosofía aparece con frecuencia, pero siempre en un tono ligero y autoparódico.

Por ejemplo, desde el primer capítulo nos encontramos con pasajes tan vivos como éste:

"Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda –se dijo– que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.

–Dígame, buena mujer –interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo–, ¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?

–Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.

–Por lo mismo.

–Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.

–¿Domingo? Será Dominga...

–No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.

–Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?

–No la conozco, señor."

Aparte de diálogos jocosos, también hay mucha metaliteratura en "Niebla". Unamuno llega incluso a poner a escribir a uno de los personajes, que se dedica a exponer su teoría de la literatura, un cierto tipo específico de novela que él llama "nivola". Esta concepción de la novela se concentra en las ideas expresadas por los personajes y deja de lado el contexto histórico o incluso los avatares de la ficción, que pasan a un segundo plano, de apoyo a la confrontación de ideas que se materializa en los diálogos: "Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter será el de no tenerlo [...] Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada.".


Así, uno de los personajes más divertidos de "Niebla", el tío de la moza, no es sino un compendio de ideas, algunas de ellas contradictorias, y cuya presentación también vale la pena copiar aquí:

"En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras:

–(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llegará pronto merced al esperanto?)"

Pero el tío de Eugenia no es sólo esperantista: "Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticismo... ¡todo es uno! ¡Guérra a la autoridad!, ¡guerra a la división de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós!"

Por supuesto, en esta concepción de la novela, el diálogo juega un papel muy importante: hay que dejar que los personajes digan lo que piensan, que intercambien ideas. El narrador no debe intervenir demasiado para imponernos sus propias ideas sobre tal o cual personaje. Así se rompe con esa crispante tendencia del narrador de la novela decimonónica a inmiscuirse, a decirnos los que debemos pensar, a emitir juicios de valor. He de admitir que siento profunda simpatía por esa concepción de la ficción. Dejemos que los personajes hablen y que las ideas choquen.

A decir verdad, el propio Unamuno contradice estas ideas que él mismo expone al introducir un personaje, Antolín Paparrigópulos, que representa el tipo de estudioso que execra. Con gran desprecio, acaba juzgando que "pertenecía a la clase de esos comentadores de Homero que si Homero mismo redivivo entrase en su oficina cantando le echarían a empellones porque les estorbaba el trabajar sobre los textos muertos de sus obras y buscar un apax cualquiera en ellas".

La nivola mantiene ese tono jocoso casi hasta el final, haciendo desfilar a una galeria de personajes estrafalarios y exponiendo una enrevesada relación amorosa entre el protagonista y la moza que persigue. En las últimas páginas la nivola se diluye: el propio Unamuno hace acto de presencia y discute con su personaje la suerte que le debe reservar. Esta última parte es menos divertida y, leída desde el punto de vista contemporáneo, cuando ya hemos visto pasar tanta metaliteratura y tanta postmodernidad, tiene menos interés, si bien hay que reconococerle a Unamuno el mérito de haber sabido beber de las fuentes de Cervantes para crear esta obra tan moderna.


Ahora me apetece leer "La Tía Tula" y volver a ver la película de Picazo, de la que guardo un recuerdo muy positivo, pero también muy vago.