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21.5.09

"Quemado por el sol": la vibración de la Historia.

No suelo ver dos veces la misma película.




Si no me ha gustado, por razones evidentes; si me ha gustado, porque temo que no me guste la segunda vez. He destrozado tantos buenos recuerdos viendo por segunda vez una película que ahora creo que prefiero los recuerdos. Es un poco como volver a los lugares de la infancia: uno siempre acaba decepcionado.

He hecho algunas excepciones ultimamente, por ahora con buena fortuna. El de "Quemado por el sol" (1994), de Nikita Mikhalkov es un caso ejemplar: recordaba una película delicada y sutil, emocionante sin ser sensiblera, brutal a ratos, una magnífica metáfora de la locura del estalinismo y en general del tiempo que pasa, de los cambios a los que la Historia arrastra a la gente. Pues bien, es exactamente eso. Una película magistral.

Si tenía mis dudas era en parte por el recorrido posterior del director. En particular, unos años después, Mikhalkov dirigió un auténtico bodrio llamado "El barbero de Siberia", una especie relato épico en tono sensiblero, con una vena nacionalista crispante. Vamos, una cosa insoportable. Recuerdo perfectamente salir del cine pensando que o me había equivocado de Mikhalkov, o "Quemado por el sol" no era tan buena como yo recordaba. Visto lo visto, da la impresión de que Mikhalkov intentó imitar el recorrido de Zhang Yimou, de autor de filigranas adoradas por los extranjeros a buque insignia del patriotismo folklórico. En la vida real, según parece, Mikhalkov es un nacionalista, amigo de Putin, que se ha metido a político y es diputado en el Parlamento de Moscú.


"Quemado por el sol", pues, es una de esas películas que consiguen mostrarte la Historia a través de personajes vivos. Es difícil encontrar películas así: por lo general, o la Historia sirve de simple trasfondo a un relato de personajes creíbles o toma tanto peso que los personajes pierden fuerza y credibilidad. Esto último le ocurría, por ejemplo, a Scorsese en "Gangs de Nueva York". En casos como "Quemado por el sol", se consigue que los personajes sean creíbles en sus matices individuales y, a la vez, simbolicen a todo un grupo social e histórico.

El protagonista es un héroe de la Revolución, interpretado por el propio Mikhalkov, un hombre nacido pobre que se ha hecho a sí mismo y se abrió paso en medio del formidable cambio que constituyó la Revolución de Octubre y la consiguiente Guerra Civil, que se ha casado con la joven heredera de una familia representativa del régimen precomunista, una de esas familias que no pueden evitar sentir nostalgia por ese mundo perdido. A un lado, la idolatria personalista, la cultura militar en todos los estamentos de la sociedad, la obediencia ciega y la uniformidad intelectual y nuevos deportes como el fútbol; al otro, el francés, la ópera, la filosofía, el cricket.


A pesar de esos choques culturales y políticos, el héroe revolucionario convive en harmonía con el mundo de su joven esposa, hasta que un joven ex-novio, un protegido del difunto padre, que habla francés y toca el piano, vuelve a la casa en una magnífica y estrafalaria secuencia de presentación. Símbolo de la nostalgia por la vitalidad y la libertad perdidas, el joven lo es también de las nuevas generaciones que Stalin hace crecer a sus pies para reemplazar a los viejos héroes que pueden hacerle sombra: estamos en los años 30, es la hora de las purgas. De hecho, el joven viene para llevarse al héroe a una muerte segura.

Símbolos, los personajes mantienen sin embargo una fuerte individualidad que nos empuja al afecto. El heroe revolucionario es humano y cercano; lleva su estatus de idolo con campechanería y quiere con locura a su mujer y su hija. El joven no es un burócrata ambicioso, es un hombre torturado por sus fracasos y sobre todo por la pérdida de su amor de infancia: ejecuta las órdenes sólo porque en realidad se trata de una venganza personal.


Con todo, el mayor acierto de la película es la niña, interpretada por la propia hija de Mikhalkov, una presencia luminosa y entrañable a lo largo de todo el metraje. Simboliza el futuro y el constante tira y afloja entre los dos hombres por ganarse su afecto sin herir sus sentimiento ni su sensibilidad es en realidad una lucha por el futuro, una lucha que ninguno de los dos va a ganar. Sólo Stalin gana, representado por un enorme cartel elevado por un globo que se alza grandioso al final del film, tras pasarse todo el metraje en preparación.

Durante largo rato, la película avanza sinuosamente en largas secuencias llenas de personajes y de diálogos cruzados, creando una sensación de vida y de profusión, pero poco a poco va concentrándose en el enfretamiento entre los dos hombres. Todo ello es de una sutilidad admirable, casi nada queda explicitamente enunciado y en ningún momento la película pierde su ritmo.

Una maravilla cinematográfica.

1.5.09

De polis, putas y ladrones: "High and Low" de A. Kurosawa y "Street of Shame" de K. Mizoguchi


Mizoguchi, Ozu y Kurosawa conforman una especie de Santa Trinidad que define el cine japonés a ojos occidentales. Desde el descubrimiento de "Rashomon" de Kurosawa en 1951 en el Festival de Venecia, los críticos y cinéfilos occidentales no han dejado de maravillarse ante la fábrica de obras maestras que fue el cine japonés de los años cincuenta y sesenta. Por alguna razón, también parece que ese público, dado a las querellas de sobremesa, haya decidido que todo el mundo tiene que elegir entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y agarrarse a esa elección con fervor, despreciando a los otros dos componentes de la trinidad.


Yo, por mi parte, he de admitir que nunca he conseguido penetrar en el universo de Ozu, esas historias de familia, en las que infaliblemente una hija prefiere quedarse con su padre que echarse al mundo y casarse, narradas con una parsimonia inconcebible. Lo he intentado varias veces y lo seguiré intentando, pero por ahora Ozu no me ha seducido.

En cambio, entre Kurosawa y Mizoguchi no puedo elegir. Se ha dicho mucho de Kurosawa (con desdén) que era el más occidental de los cineastas japoneses y la admiración que despertaba entre directores como Georges Lucas o Spielberg, no hacía sino confirmar esa sospecha. Bien es cierto que Kurosawa se pasó la vida adaptando obras ejemplares de la cultura occidental: "Macbeth", "El idiota" de Dostoievski, "Los bajos fondos" de Gorki o "Dersu Uzala", basada en las memorias de un explorador ruso. También lo es que absorbió modelos narrativos típicos del cine americano, en particular el cine negro y el western, pero todo ello no le resta valor. En cierto sentido, el cine de Kurosawa enseñaba a Occidente un modo distinto de entender su propia cultura y esas enseñanzas las han absorbido muchos grandes directores. Despreciarle en nombre un afán exótico, crisparse ante una excepción de la supuesta otredad nipona, es un reflejo de explorador romántico del siglo XIX, como enfadarse porque un zulú beba Coca-Cola.


"High and Low" (1962) es un ejemplo de la facilidad con que Kurosawa se apropiaba de las reglas del cine negro norteamericano. Adaptación de una pequeña novela negra americana caída en el olvido, "High and Low" es la historia perversa de un rapto. En un primer momento, el padre del niño raptado (un tronante Toshiro Mifune) se muestra dispuesto a pagar el rescate: sin embargo, cuando entiende que el criminal se ha llevado en realidad al hijo de su chófer, decide llamar a la policía y duda en pagar. El dilema moral que se le presenta es típico del cine humanista del director y no nos sorprende que el hombre de negocios acabe dándole más importancia a su deber moral que a su interés personal. Toda esta primera parte está rodada con un estilo muy teatral: un escenario prácticamente único, varias cámaras bien alejadas y situadas estratégicamente y un diálogo tenso con situaciones al límite. El resultado es simplemente magnífico, trepidante.


La segunda parte se concentra en las pesquisas policiales para identificar al criminal. Mifune desaparece y su alter ego, el raptor, se va configurando poco a poco. Frente a él, los policias hacen su trabajo, meticulosamente, pero el verdadero protagonista es la ciudad, la sociedad japonesa en pleno desarrollo industrial: el tren bala lleno de "commuters", la sala de baile con prostitutas y soldados americanos negros, las terribles calles infestadas de drogadictos y, finalmente, el barrio donde vive el criminal, un cúmulo de chabolas justo a los pies de la casa del empresario, que parece reinar sobre ellas como un castillo sobre un pueblo medieval. "High and Low", alto y bajo, o, en el título original, cielo e infierno.

Un díptico fascinante, complejo y sutil. No es de extrañar que Mike Nichols haya anunciado la intención de realizar una adaptación próximamente, producida por Martin Scorsese. 



Mizoguchi era doce años mayor que Kurosawa y, por supuesto, uno de sus maestros más directos. Hizo tanto películas de época ("Cuentos de la luna pálida" (1953) quizás sea su película más conocida en España) como historias contemporáneas. Perteneciente a este último grupo, "Street of Shame" (1956), o "La calle de la vergüenza", fue su última película. Trataba muy directamente uno de sus temas centrales: el papel de la mujer en la sociedad japonesa, en este caso a través de la prostitución. Es la historia de un grupo de mujeres que trabaja en un burdel en el barrio rojo de Tokyo en el momento en que se debate en el Parlamento una ley que prohibiría la profesión. La película refleja ese debate y muestra a una sociedad dividida entre tradición y modernidad, pero sobre todo muestra mujeres, a personas que sufren por el papel al que les relega la sociedad.


He dicho tradición y modernidad, parece que sea el tema inevitable de toda obra japonesa y parece un marco de lectura cómodo y comprensible, pero no es así. No con Mizoguchi. La tradición, por supuesto, es la cultura de la geisha, la cortesana sofisticada y cultivada que entretiene al aristócrata. Pero la guerra y la influencia occidental ya han destruido esa cultura y la prostitución que se practica en esa época está adaptada a los cánones occidentales. Por tanto, en ese debate a favor y en contra de la prostitución, la nostalgia por un orden pre-moderno que ya ha desaparecido no tiene lugar y Mizoguchi lo deja muy claro desde el principio. El problema, según la película, es que la sociedad japonesa no les deja otra opción a las mujeres: o casarse y ser esclava de un hombre (trabajar para él, sin sueldo) o prostituirse. Claramente, el director no considera la prostitución algo por definición sucio e indigno; parece pensar, al contrario, que hay algo de dignidad en la relativa independencia que les permite alcanzar.

En una de las historias, una vieja puta que sueña con irse a vivir con su hijo, que ha sido criado por sus abuelos con el dinero que ella ganaba en el burdel, se vuelve loca cuando éste la repudia, precisamente a causa del oficio al que ella se ha resignado con tal de darle a él una vida digna. Es una paradoja inhumana que deriva de una comprensión perversa de la moral y de una obsesión por el qué dirán. Mizoguchi parece decir que, si la modernidad consiste en valores burgueses y moralismo barato, prefiere que las cosas se queden como estaban; sólo que ya no están como estaban.



A Mizoguchi le preocupan ante todo las mujeres, su autonomía de decisión y su capacidad de escapar del papel al que las quiere condenar la sociedad. Una de prostitutas más jóvenes y guapas, ambiciosilla ella, se ha visto condenada a la prostitución por la enfermedad de su padre, pero hace todo lo que está su mano por escapar a esa condición. Metódica y manipuladora, consigue que uno de sus clientes robe de la caja de la tienda donde trabaja para escaparse con ella. Cuando él entiende que ella sólo quería el dinero, intenta matarla, imponer su fuerza masculina sobre las estratagemas femeninas, pero ella sobrevive y consigue, en efecto, convertirse en empresaria. Ni Mizoguchi ni las otras prostitutas la juzgan: todo el mundo entiende que es la sociedad la que empuja a una chica con recursos a engañar y manipular para salir adelante.

El debate parlamentario sobre la ley es el trasfondo de toda la película: el dueño del burdel repite varias veces el mismo discursillo hipócrita según el cual un burdel hace el trabajo social que el Estado no hace; un policia confía en que el Estado, una vez abolida la profesión dé casa y trabajo a todas las nuevas paradas... 

El estilo de Mizoguchi es bien conocido: preciso, de planos magníficamente compuestos, haciendo gran uso de la profundidad de campo y de la capacidad narrativa del movimiento de los actores. Pero su famosa identificación de planos y escenas no se aplica metódicamente: el director siente la necesidad de recurrir al primer plano en los momentos clave en que se explica por qué cada una de ellas ha acabado en esa situación.

La película empieza con un plano panorámico del barrio rojo, sobre el fondo de una extraña música casi experimental. Acto seguido, entramos en la calle de los burdeles al amanecer y pasamos a un plano de la entrada del burdel que nos va a ocupar. En la última secuencia, una chica virgen llegada del campo, que ha trabajado de limpiadora en el burdel varios años, es vestida de Geisha y empujada a vender su himen a los paseantes. Tímida, le cuesta salir a la calle avalanzarse sobre los hombres como hacen las más experimentadas: se refugia tras la entrada y, detrás del muro, sacando apenas el brazo y media cara, llama a los hombres con los movimientos torpes de su dedo índice. 


Es un final desgarrador (con perdón).

P.D. De nuevo, he descubierto estos dos clásicos gracias al afán de la Criterion Collection.

3.4.09

"Vida en Sombras" de Lorenzo Llobet-Gracia.

Qué paramo, el cine español de la posguerra. Están Berlanga, Bardem, las películas españolas de Ferreri y, más tarde, alguna que otra de Buñuel. Y para de contar. Vistos dese hoy, los años cuarenta y cincuenta en España parecen un desierto cultural, años de hambre, dictadura, represión y censura. Años perdidos que nos dan esa sensación tan nuestra de atraso, de Europa acaba en los Pirineos y demás complejos de los que no parece que acabemos de librarnos nunca.

Sin embargo, viendo el otro día "Vida en sombras" (1948) de Lorenzo Llobet-Gracia, tuve la sensación de mirar por el ojo de la cerradura hacia lo que podría haber sido, hacia una realidad histórica paralela de cine personal, brillante, creativo y arriesgado. No llegó a ser, pero películas como ésta demuestran que lo que faltó no fue el talento ni el deseo, ni el sentido del riesgo.


La copia que hoy podemos ver de "Vida en sombras" lleva la huella de esas condiciones históricas (la mano de la censura, la falta de medios) que no permitieron que el talento de su director floreciera: el celuloide rasgado, el sonido de muy baja calidad, los saltos del montaje, las incongruencias en la narración. No se puede pretender que sea una visión agradabla ni gozosa, pero da una idea muy clara de lo que podría haber sido y, a ratos, incluso lo es.

Es una película personal, que narra la obsesión por el cine de un hombre nacido en una de las primeras salas de cine del país, cuando aún la gente no tenía claro lo que era. La narración sigue los acontecimientos históricos (fin de la primera guerra mundial, proclamación de la república, guerra civil, posguerra) en paralelo con la creciente obsesión del protagonista con el cine. Durante la guerra, su mujer muere y él considera que su fijación cinematográfica es responsable del drama, por lo que reniega del cine y sólo consigue volver a entrar en una sala mucho más tarde.


La película está repleta de momentos potentes. Por ejemplo, filmando un tiroteo urbano durante la guerra, el protagonista no duda en manipular el escenario para darle mayor dramatismo a la secuencia; en ese momento, entendemos que la guerra no es del todo real para él, que sólo existe a través del objetivo, como si fuera un guión y no un verdadero drama. El primer beso entre los amantes ante la pantalla de cine mientras ven "Romeo y Julieta" también nos recuerda que para él las cosas de la vida real sólo existen mediatizadas a través del cine. Quizás por eso la escena en que el matrimonio se entera a través de la radio del estallido de la guerra tiene un curioso tono que parece a la vez aplanar el dramatismo y añadirle tensión: la cámara se pasea lánguidamente por el salón mientras Fernán-Gómez se enciende un cigarrillo y su mujer intenta bordar y el espectador palpa realmente el paso del tiempo, hasta que llegan más noticias y se confirma que estamos en guerra. Pero no parece real porque sólo hay sonido, palabras, una voz que dice cosas. Faltan las imágenes.

Pero la mejor secuencia se encuentra en el último tramo, cuando el protagonista vive en plena depresión, incapaz de olvidar la muerte de su mujer y de recuperar su pasión por le cine. De nuevo, la cámara se mueve lentamente por el cuarto mientras Fernán-Gómez sufre la visión de la fachada de un cine en las Ramblas, frente a su balcón, donde pasan "Rebeca" de Hitchock, una fachada llena de neones que se encienden y se apagan, ora proyectando sombras en su cuarto, ora dejándolo a oscuras, mientras observa el retrato de su mujer muerta y el tiempo pasa en valde. Intentando recuperarla, se proyecta secuencias familiares en que ella sonríe y posa y dice "no sé qué decir" y se alisa la falda y la composición de los planos nos sugieren que estamos dentro de su mente, como si viéramos una película que él se proyecta a sí mismo una y otra vez y no le deja vivir.


Al final, el protagonista recupera su pasión y se decide a dirigir una película: en la útlima escena, entendemos que hará una película sobre su amor por el cine y vemos cómo rueda en uno de los decorados en que realmente se ha rodado una de las primeras escenas de la película que estamos viendo. La película es la historia de su propia creación. Este tipo de reflexión metacinematográfica no era moneda corriente en 1948, ni en España ni en niguna parte. Más aún, a través de los debates del protagonista con su amigo, "Vida en sombras" también muestra una mini-historia subjetiva de la teoría cinematográfica: desde el rechazo al sonoro en virtud de la "esencia" propia del cine hasta la llegada del technicolor.

"Vida en sombras" es una película que nos ha llegado en muy malas condiciones, pero cuyas cualidades son palpables. Había un genio detrás de la cámara que nunca pudo completar niguna otra película. Esta salió en salas tres años más tarde, probablemente destrozada por la censura y pasó sin pena ni gloria hasta que la Filmoteca Española la recuperó hace unos años. Cuánto talento se malgastó en aquellas décadas perdidas.

Esta película se proyectó en el festival de Venecia del año pasado, junto con un documental sobre su creación: "Bajo el Signo de las Sombras" (1984) de Ferrán Alberich.

19.3.09

Judd Apatow y las miserias de la masculinidad: "Virgen a los 40" y "Supersalidos"

Hace unas semanas leí un largo artículo en la revista Rockdelux a mayor gloria del productor americano de comedias comerciales Judd Apatow. Al no haberme sentido siquiera atraído en ningún momento por ver ninguna de sus películas, me pareció curioso el ahínco que ponía la autora en darle una pátina de respetabilidad y trascendencia a lo que a todas luces parecía cine facilón, comedietas groseras de chiste fácil. Si le divierten, pues muy bien -pensé-, pero no tiene por qué intentar convencer a los demás de que además es buen cine.

Evidentemente, sólo podía basarme en mis prejuicios negativos, de modo que decidí ver un par de las películas mencionadas con mayor efusión en el artículo, "Virgen a los 40" y "Supersalidos". Apatow, que produce a un ritmo de tres o cuatro películas por año, es productor de ambas y dirige la primera. Ésta confirmó mis temores, pero la segunda me sorprendió gratamente.



Judd Apatow y su mujer, Leslie Mann, que interpreta a una borracha con ganas de marcha en "Virgen a los 40", dirigida por su marido.

En realidad, las dos películas (y quizás toda la obra producida por Apatow) tratan del mismo tema: las paradojas de la masculinidad. La tesis es que la masculinidad es algo patético que los hombres creamos esencialmente a través de la palabra, en general hablando de sexo, de nuestras proezas, nuestras conquistas, nuestra potencia, nuestra virilidad. Por supuesto, esas palabras se intercambian entre hombres, por lo que en realidad lo que nos interesa no es tanto seducir a mujeres sino a los otros hombres, demostrarles que somos los más hombres. Habreis oído alguna vez la anécdota del torero que se acostó con Ava Gardner en un hotel lujoso de Madrid y, en cuanto terminó, en lugar de quedarse con ella en la cama, salió corriendo a gritarlo por las calles. No le interesaba acostarse con ella, sino contarlo. El verdadero placer del hombre, su goce, se encuentra en la palabra, no en el sexo, en su relación con otros hombres, no con las mujeres. Por eso estas películas son tan soeces, tan repletas de groserías y de palabras y expresiones explícitas: porque ése es su tema central: la contradicción entre lo que los hombres hacen y lo que dicen.

Por eso también en las películas de Apatow las mujeres son esencialmente objetos, elementos extraños, incomprendidos, que se dividen muy sencillamente en dos clases: las que actúan de acuerdo con las fantasías que los hombres rumian en su mente y en sus interminables conversaciones y las que no. Cada mujer que aparece es inmediatamente clasificada en una categorización simplista y su comportamiento se va entender en función de ese parámetro: ¿hará lo que se espera de ella o contradirá las ensoñaciones masturbatorias del hombre?


El virgen en cuestión siendo absorbido por la mujer del productor

En "Virgen a los 40", el verdadero arranque de la película se centra en una escena en que el protagonista, en compañía de sus colegas del trabajo, intenta ocultar su virginidad hablando de su ficticia experiencia con las mujeres del modo más gráfico y guarro posible. Pero no le salen las palabras y los demás entienden en ese momento que es virgen. La palabra le ha traicionado: él, simplemente, no es un hombre porque no posee las palabras que te hacen hombre incluso antes de haber tenido relaciones sexuales. A partir de ese momento, toda la película consiste en un repetitivo juego de puesta a prueba de las fantasías sexuales que el protagonista va tomando prestadas de sus amigos: la que hay que emborrachar para llevársela a la cama, la vecinita aparentemente inocente de imaginación tan calienturienta como la de un hombre...

En medio de tanto cliché, emerge un debate moral de orden decimonónico: ¿se debe tener la primera experiencia sexual con la primera que pase o se debe reservar la virginidad a la que se ame de verdad? A esta pregunta rancia, la película responde contundentemente en favor de la opción más conservadora: el sexo es una cuestión ante todo de amor y hay que saber esperar a la persona adecuada y entregarse a ella después de un largo proceso de cortejo.

No es la menor paradoja de la factoría Apatow: un cine supuestamente provocador y subversivo, que plantea dilemas morales propios de la pubertad a los que responde sistematicamente con la opción más conservadora.

Quizás esta reflexión unilateral sobre la masculinidad sea relativamente interesante pero es difícil que dé suficiente contenido a todo un largometraje. "Virgen a los 40" es previsible, repetitiva y crispante. Me resulta particularmente molesta esa constante ruptura de la verosimilitud: en multitud de escenas ocurre algo que no resulta creíble, demasiado exagerado, la típica escena que parece fruto de la imaginación del protagonista. Pero no, éste no se despierta de ninguna ensoñación y el director (el propio Apatow) no se molesta en aclararlo; se limita a continuar la narración, mezclando alegremente escenas creíbles con otras inverosímiles. Si por lo menos las ocurrencias en cuestión llegaran a surrealistas, otro gallo cantaría, pero son simplemente exageraciones supuestamente divertidas. Afortunadamente, el final (una reinterpretación estrafalaria de "Aquarius/Let the Sunshine in" del musicla "Hair" -la misma que versioneó Raphael-, como celebración del despertar sexual) sí es surrealista y muy divertido y, la verdad es que se agradece después de tanta tontería vacua.


"Supersalidos" (prefiero el título original, "Superbad") es una película mucho más coherente y sólida, y sobre todo más sincera. Para empezar, trata de la adolescencia, que es la época lógica para el tipo de cuestiones que plantean estas películas: la época en que un chico aún no ha tenido una experiencia sexual y todo lo que conoce del sexo le ha llegado a través de la pornografía y de la palabra. Para ellos, en efecto, una chica es un misterio: es imposible saber si le gustas, es imposible saber si está dispuesta a irse a la cama. Todo lo que puebla tu mente son clichés, imágenes pornográficas y palabras y más palabras que has intercambiado con tus amigos. Trasladar ese estado a personajes de 35 años, como hace "Virgen a los 40", me parece un poco idiota. Pero en "Supersalidos" tiene su razón de ser.

Lo curioso de esta película es que el guión está escrito por el actor Seth Rogen y su gran amigo de adolescencia, Evan Goldberg basándose en sus propios recuerdos de aquellos años, dándole incluso a los personajes sus propios nombres de pila (ambos ya habían escrito juntos varios episodis del "Show de Ali G"). La historia se centra en su relación, que resulta real y auténtica, muy creíble. De nuevo, las chicas objeto de sus fantasías no son más que eso, objetos de los que se espera una reacción, pero esta película se esmera en analizar esas paradojas.


Seth Rogen, el guionista inesperado.

Seth cree que tiene que emborrachar a la chica que le gusta para poder llevársela al catre, pero entiende demasiado tarde que ella no bebe alcohol y que, aunque él le gusta, no está dispuesta a hacer nada con él si está borracho. Moraleja: las fantasías y los prejuicios del hombre son destructivos, un obstáculo para obtener lo que desea.

En paralelo, su amigo se encuentra con que la chica que le gusta está borracha como una cuba. Es la oportunidad de oro que nunca se va a repetir: suben al cuarto y ella convierte en realidad la más salvaje de las fantasías masculinas: se desnuda, le desnuda y está deseando hacerle una felación. Pero él, para su propia sorpresa, entiende que no es lo que desea y, tras pretender que está encantado, se resiste.

Cuando las fantasías masculinas se convierten en realidad.

Tras ese doble fracaso, los dos amigos duermen el uno junto al otro en sacos de dormir, como han hecho tantas veces a lo largo de su adolescencia. Lamentándose de su mala suerte, acaban confesando lo que realmente sienten: "no tiengo miedo de decirlo; te quiero" y así repiten varias veces "te quiero" antes de quedarse dormidos, abrazados como amantes. Al día siguiente, Seth se despierta y quiere salir corriendo como un Don Juan cualquiera tras una conquista de una noche. Es sorprendete que los guionistas se hayan atrevido a llevar su tema hasta sus últimas consecuencias de un modo tan explícito. No es una película sobre el descubrimiento de las relaciones con las mujeres, sino sobre la verdadera naturaleza de la amistad entre dos adolescentes.

El resto de la película funciona como una "screwball comedy" de los años cuarenta, con un ritmo muy rápido, haciendo que las situaciones absurdas se encadenen y que estén tan enmarañadas que nada se puede resolver si los demás elementos no se resuelven. Funciona bien, es divertida y la dirección es puramente funcional, de una discreción total, al servicio del guión y de los actores, pero nada de ello tendría valor alguno si los guionistas no hubieran sido honestos y sinceros. Ése es el secreto del éxito de esta película.

5.3.09

Buscando a Gus Van Sant: "Paranoid Park" y "Milk".

Hacía bastantes años que no veía una película de Gus Van Sant. Cuando era un adolescente, él representaba el cine independiente americano: libre, crudo, complejo. "Drugstore Cowboy" con Matt Dillon (1989) y "My own private Idaho", con River Phoenix y Keaunu Reeves (1991) se encuentran entre las primeras películas que me hicieron entender que se podía esperar del cine algo más que risas, lágrimas o acción, algo más difícil de expresar.


No sé si esas películas me seguirían gustando hoy en día, pero en todo caso le perdí la pista. Después de un fracaso, se dedicó a películas con aspiraciones más comerciales: la fría "Todo por un sueño" con Nicole Kidman (1995), la simpática "El indomable Will Hunting" (1997) con Robin Williams y la blanda "Finding Forrester", con Sean Connery (2000). Se limitaba a prestar su nombre y su oficio a productos hollywoodienses relativamente formateados, más bien almibarados, con algún toque de originalidad y de denuncia social.

Empezó a dar señas de querer volver a un estilo más personal con un proyecto rayano en lo absurdo: una reconstitución plano a plano de "Psicosis" (1998), pero fue con "Gerry" (2002), un pequeño experimento personal casi sin presupuesto, y sobre todo con "Elephant" (2003), un film sobre las masacres en los institutos norteamericanos, cuando recuperó el estatus de autor americano por excelencia. A ésta han seguido "Last Days" (2005), sobre el suicidio de Kurt Cobain y "Paranoid Park" (2007), tercera película sobre la juventud contemporánea, su relación con la violencia y sus dudas permanentes.


"Paranoid Park" narra cómo un "skater" adolescente se ve implicado en el asesinato accidental de un guardia de vías de tren. A decir verdad, la historia en sí tiene poca importancia, si bien Van Sant utiliza a ratos técnicas de suspense e intriga. Lo interesante de la película es cómo está narrada: el protagonista decide escribir lo que le ha ocurrido, pero como no está acostumbrado a escribir ni tiene una visión objetiva, las cosas vienen a trompicones, atropelladamente. La narración imita los mecanismos de la memoria: por ejemplo, la escena clave del asesinato llega tardíamente y el propio narrador admite que era como si la hubiera borrado de su memoria durante días.

El estilo del director también imita los caprichos subjetivos de la memoria, estirando escenas aparentemente banales y dejando pasar inopinadamente escenas objetivamente cruciales. El asesinato, la primera experiencia sexual o el drama del divorcio de los padres no parecen tener más importancia que una visita al cuarto de baño, pero la cámara se regodea durante minutos enteros en los estéticos saltos ralentizados de los "skaters" o en los paseos del protagonistas por los pasillos del instituto. Estamos en la mente del chaval, atrapados en su narración subjetiva de los hechos: sólo vemos lo que su memoria quiere recordar y vamos a tener más tiempo y más detalles dedicados a cosas que pueden parecernos banales, pero son importantes para él.


Es curioso el uso que se hace del sonido en "Paranoid Park": en general, la banda sonora es densa y caprichosa y contribuye a formar la impresión de que nos encontramos en el interior de un flujo de consciencia y no en una narración de corte clásico. Las escenas al ralentí suelen estar acompañadas de piezas electrónicas de ritmo huidizo y con un poderoso efecto atmosférico, en particular en una preciosa escena bajo la ducha. Lo más original, sin embargo, es la recuperación de numerosos tramos de la banda sonora de "Giulieta degli Spiriti" de Fellini, compuesta por Nino Rota, ya desde el plano de apertura. Este elemento totalmente exógeno viene a introducir contrapuntos interesantes: en un momento casi godardiano, la reacción airada de la novia a la que el protagonista está dejando queda cubierta por un pequeño aporte de la banda sonora de Rota. Simplemente porque a él le trae sin cuidado lo que ella diga y está en otra parte (el conjunto de la película se puede leer como una iniciación a la homosexualidad). El toque mágico y etereo de las composiciones de Nino Rota sirve aquí el mismo propósito que en la película de Fellini, el de subrayar la capacidad que tiene la imaginación de imponerse sobre la realidad.
"Paranoid Park" es una película original e interesante, además de entretenida y por momentos realmente bonita. Sin lanzarse a lo abiertamente experimental ni perder en ningún momento el hilo narrativo, Van Sant busca maneras de expresar cosas que son difíciles de captar con métodos clásicos, en parte porque se niega a usar los diálogos como canal de expresión de los pensamientos del protagonista. Ante todo, la película es fruto de un supremo esfuerzo por entender lo que para un adulto normal parece incomprensible: qué pasa por la mente de un chico así.


Pocos después de terminar "Paranoid Park", ya estaba Van Sant trabajando en "Milk" (2008), un obra de naturaleza totalmente distinta: se trata de un film histórico, una biografía política para consumo de la clase liberal americana, defensores de los derechos de los homosexuales. Es también, volviendo al estilo de sus películas anteriores a "Gerry", un vehículo para que un actor famoso, Sean Penn, se luzca. Se luce tanto que hasta le han dado el Oscar.

El director toma partido por una realización lineal, cronológica y perfectamente legible, de principio a fin. Practicamente, salvo en elementos aislados, parece como si el director se negara a poner en práctica las enseñanzas de sus experimentaciones anteriores y quisiera sobre todo crear un vehículo para la historia que tiene que contar. A decir verdad, lo más probable es que los productores no le dejaran elección, pero no hay que descartar que fuera la voluntad del propio director: concentrarse en la historia.


El resultado es una película interesante que no llega nunca a ser apasionante. Sean Penn hace un trabajo excelente, muy creíble, y el éxito de la película se apoya en gran medida sobre él . Los aspectos personales de la historia son relegados a un segundo plano, en favor del análisis histórico de la emergencia de un movimiento gay en San Francisco: según he leído, había muchas más escenas de sexo pero en el montaje Van Sant decidió concentrarse en el aspecto político de la historia. Hay muchas cosas interesantes, como por ejemplo la ambigüedad de la relaciones de este movimiento poco estructurado con el Partido Demócrata o la emergencia paralela de un movimiento conservador como reacción al liberalismo reinante en los sesenta. Es el nacimiento de la "guerra de valores", en que cada bando intenta estructurarse para defender sus valores morales y/o religiosos, esa guerra a la que se supone Obama quiere poner fin. Diría que lo que narra la película también es el origen de lo que hemos vivido en España alrededor del matrimonio homosexual.

"Milk" me habla mucho más a la mente que al corazón y, si no fuera por Sean Penn, me dejaría un poco frío. Incluso la secuencia final del doble asesinato, con esos mismos movimientos de cámara por los pasillos recurrentes en "Paranoid Park" no adquiere aquí el peso esperado: el plano que utiliza la ópera "Tosca" como metáfora me resulta forzado y la secuencia final de la procesión con velas un poco lacrimógena. Y no puedo evitar preguntarme qué habría sido "Milk" si Gus Van Sant la hubiera concebido como sus anteriores películas, como un flujo de conciencia, como una puesta en imágenes, tiempo y música de la visión subjetiva de un individuo desorientado.

Posiblemente una gran película, pero parece que no podía ser: "Milk" es una película histórica, cuyo compromiso con la objetividad fría de una mirada externa es de orden moral.



26.2.09

"Luz Silenciosa" de Carlos Reygadás


Quizás lo mejor sea dejar las cosas claras desde el principio: "Luz Silenciosa" es una de esas películas de encuadres amplios, ritmo pausado, presencia imponente de la naturaleza, diálogos escasos y narración minimalista. Sé que hay mucha gente a quien no gusta este tipo de películas por definición, estén bien o mal hechas, gente que necesita más ritmo, más montaje, más acción a fin de cuentas, o como mínimo más diálogo. Es cuestión de gustos: yo -también por definición- tengo grandes problemas para soportar las películas de acción de 60 planos por minuto o las comedias supuestamente divertidas sobre las frustraciones sexuales de adolescentes friquis.

Cada loco con su tema.


Por supuesto, como ocurre con toda estética, el paradigma de planos fijos y largos, de ritmo lento y poco diálogo ha dado alguna que otra obra sublime y toneladas de celuloide barato, con el agravante en este caso de la pretenciosidad. Sin embargo, cuando un autor con una visión potente adopta este estilo, no simplemente para dárselas de intelectual, sino porque es el que mejor corresponde a su forma de narrar y a las historias que cuenta, se crean grandes películas.

Eso es "Luz Silenciosa": uno de esos momentos mágicos, una película casi perfecta, tocada por la gracia, con una fuerza estética y narrativa arrolladoras. El dispositivo que monta Reygadás es tan potente que te atrapa para arrastrarte a un momento de puro cine. Es como si las secuencias de esta película te hablaran del modo más directo imaginable, sin que importe la historia, sin pasar por la abstracción, sin argumentar, simplemente a través de los sentidos, de las sensaciones, de la aparente creación de un mundo completo, un mundo que no es ni material ni mental, sino sensacional.


"Stellet Licht", que es el verdadero título original de esta película mexicana, nos sumerge en la frugal vida de una comunidad de protestantes menonitas, descendientes de inmigrantes alemanes que no se han mezclado con los autóctonos e incluso ha mantenido el uso cotidiano de un dialecto del alemán. En este contexto marcado por la religión y la presencia de la naturaleza, la película se centra en una historia de infidelidad, la de un hombre incapaz de decidirse entre dos mujeres, pero también incapaz de ocultarlo a su esposa. El director nos lleva poco a poco a un desenlace fatal seguido de un último giro lleno de poderío.

La película se abre con un hermosísimo plano secuencia de un amanecer en el campo que plantea un enigma técnico: si bien la secuencia es claramente más corta que un amanecer real, el movimiento constante de la cámara impide pensar que la imagen está simplemente acelerada. En todo caso, el resultado es impresionante. Como una rima, la película acaba con un atardecer rodado con un movimiento de cámara idéntico en sentido contrario.

Entre tanto, abundan las secuencias de puro cine: la del baño de los niños en el canal consigue atrapar la belleza pura de un momento cotidiano que parece escaparse entre las manos por el paso del tiempo; la muy humana escena de sexo entre el marido y la amante en un cuarto blanco queda rematada por la surrealista caída de una hoja seca en pleno cuarto y seguida por otra secuencia irreal con Jacques Brel cantando "les bonbons"; la secuencia final es indescriptible.


Se ha hablado mucho, sin duda con razón, de la influencia de "Ordet" de C. T. Dreyer en esta película, pero yo no puedo evitar pensar en Tarkovski. "Japón", su primera película, ya denotaba una gran influencia de Tarkovski en Reygadás, pero quizás aun le faltara un hervor como director para no caer en el virtuosismo y en el manierismo. "Luz Silenciosa" es mucho más sobria y la sombra del gran ruso sigue inequivocamente presente.

Imitar a Tarkovski es como jugar con cerillas: casi todo el mundo se quema. Reygadás es el único director que conozco que salga indemne: debe de ser porque comparte con él una suerte de concepción mística del cine, una misma visión irracional de la misión irrenunciable del autor como puente entre Dios y los hombres, como mensajero de lo indescriptible. Leyendo "Esculpir en el tiempo", uno discierne en Tarkovski un visionario, casi un loco. Viendo "Luz Silenciosa" se intuye algo parecido.



Maravillosos locos.


23.1.09

La carne de los Dioses: "Frost/Nixon" y "The Sun"

Ahora que Barack Hussein Obama acaba de tomar posesión de su cargo como Presidente de Estados Unidos en un ritual político de naturaleza cuasi-religiosa, creo que es un buen momento para comentar las dos películas que acabo de ver, que hablan, ambas, de cómo el poder transforma a los hombres.


La primera, "Frost/Nixon", es una reconstitución de la serie de entrevistas que el periodista inglés David Frost hizo al ex-presidente Richard Nixon, meses después de que éste se viera obligado a dimitir de su cargo bajo la amenaza de un proceso de "impeachment" a raíz del escándalo de Watergate. Como decía hace unos días de "La Guerra de Charlie Wilson", aquí lo importante no es el director, sino la idea, el concepto que el film vehicula. Ron Howard es un profesional de Hollywood, un espcialista en taquillazos mediocres como "Una Mente Maravillosa" o "El Código Da Vinci"; en este caso tiene el buen gusto de filmar con sobriedad y sin dramatismo, respetando la naturaleza del proyecto. Lo importante es el material de origen: una obra de teatro de Pater Morgan, que se estrenó en 2006 en Londres con gran éxito de crítica.

La película trata tanto sobre Frost como sobre Nixon, sobre el poder de los medios de comunicación como sobre la corrupción del poder político. Con acierto, los productores han mantenido a los actores que les interpretaron en escena y la película, gracias a ellos y a la sobriedad de Howard, consigue concentrarse en lo esencial.


Es la historia de cómo Frost consiguió que Nixon admitiera por primera vez en público su implicación en el escándalo de Watergate (sin consecuencias legales, pues había recibido el perdón absoluto de su vice-presidente y sucesor en el cargo, Gerald Ford). Todo el interés de la película radica en esos pocos minutos y en sus implicaciones históricas. Me quedo con dos elementos:

Nixon admite que lo que hizo era ilegal, pero afirma a la vez que no lo era, puesto que era Presidente en aquel momento. El Presidente, en su opinión, está por encima de la ley. Esa posición tan insultantemente anti-democrática traiciona una concepción mística del poder. El Presidente no es un hombre; es una entidad de poder; está por encima de sus súbditos y la ley no le alcanza. Es un Dios. Nixon había creído ser Dios y eso le había deshumanizado. Sólo en el momento en que admite su error ante las cámaras vuelve a ser hombre a ojos de todos nosotros.

El único error de Howard en la dirección es querer añadir una pátina de realismo al poner a algunos de los actores que interpretan personajes secundarios haciendo declaraciones desde el momento presente, facilitándonos una interpretación de los hechos que, por obvia, es inútil. En uno de esos momentos se subraya algo importante: la naturaleza misma de la entrevista televisiva hace que ese proyecto de entrevista seria, llena de gravedad histórica, parezca utópico: la imagen simplifica, el tiempo es limitado, el montaje rompe la lógica para recrear una artificial. Una entrevista televisada no puede valer un buen libro: siempre se pierden demasiados detalles y todo se reduce a pequeñas frases o interminables litanías. Al mismo tiempo, nadie puede subestimar el poder de la imagen, de ver al propio Nixon admitiendo la verdad ante millones de personas; su poder de convicción es mucho mayor que el de un libro. Ese poder reduccionista de la imagen es un arma de doble filo: puede banalizar lo complejo o puede sublimar lo que las palabras solas no consiguen encerrar.


La segunda película, "The Sun", es la historia del hijo de la Diosa Sol. Ese Dios quiere dejar de serlo y convertirse en hombre. A sus súbditos, que le adoran como un Dios, les dice: "mi cuerpo es como el tuyo", pero estos se niegan a aceptarlo y él queda condenado a vivir encerrado en ese estatus, sin poder ser hombre. Un día, parece que llega el final de todo; un poder avasallador ha destrozado su reino. Una especie de demonio le hace llamar y él acude. El pacto del Diablo es sencillo: dame el poder y haré de ti un hombre. El Dios acepta y el Diablo envía a su casa a fotógrafos, que toman fotos de él, las muestran a sus súbditos y dicen: "Ved, es un hombre". Ya es un hombre, tiene mujer e hijos, tiene un cuerpo, una sonrisa. Toda una nueva vida le espera.

En otras palabras, "The Sun", de Alexander Sokurov, es la historia del Emperador Hirohito en el momento de la derrota definitiva de Japón y de su relación con el general McArthur. Sokurov la narra como un cuento tétrico, lleno de detalles y resumido en una serie de largas escenas. El estilo de este director ruso puede crispar a mucha gente, sobre todo por su lentitud, pero yo creo que pocos directores son capaces de crear una atmósfera tan particular y personal y de contar una historia que todos conocemos de un modo tan oblicuo, dando su propia interpetación literaria de los hechos históricos. Creo que "The Sun" es una gran película y estoy deseando ver otras obras de Sokurov, empezando por las otras componentes de su serie sobre hombres de poder, en que se inscribe ésta: "Moloch", sobre Hitler y Eva Braun; "Taurus", sobre Lenin.


Y de nuevo el poder de la imagen: las fotografías de ese Dios al que nunca habían visto desmuestra a los japoneses que el Emperador realmente existe, que es un hombre con un cuerpo que la luz no atraviesa. Esas fotografías tenían mucho más poder que mil razonamientos.

La carne de los Dioses.

18.1.09

"La Guerra de Charlie Wilson" y "Waltz with Bashir": cine de naciones en guerra permanente.

¿En qué se parecen dos películas tan distintas como "La guerra de Charlie Wilson", de Mike Nichols (y Aaron Sorkin) y "Waltz with Bashir" (flamante vencedora del Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa) de Ari Folman? Bueno, en principio en casi nada. Pero como las vi anoche de una tacada, he pensado que podría comentarlas en un único post. Además, hurgando un poco, aparecen inquietantes parecidos, ya vereis.


Yo diría que "La Guerra de Charlie Wilson", que goza de la presencia de un trío de actores famosos, Tom Hanks, Julia Roberts y Philip Seymour Hoffman, es más una película de Aaron Sorkin, el creador de "El ala Oeste de la Casa Blanca", que de Mike Nichols, el director de "El Graduado". La realización es correcta, con un buen ritmo y un gran sentido del humor, pero en conjunto la película parece un episodio alargado de una de esas nuevas series de televisión, como precisamente "El ala Oeste...", aunque eso se debe en buena medida a que las series de televisión americanas han ido inflando sus presupuestos y sus ambiciones, de modo que la frontera con una buena parte del cine que se hace en Hollywood, se ha hecho borrosa. Aquí, como en una serie de televisión, el director no es ni mucho menos la figura importante: lo importante es la idea, el concepto y eso viene de Sorkin. Se trata de la historia real de un congresista por Texas, un político de segunda fila, simpático y aparentemente inofensivo, que en los años ochenta, consiguió que Estados Unidos se implicase de manera encubierta en la guerra de Afganistan, facilitando armas a los Muyahidines para que puedan tirar al suelo los helicópteros y aviones soviéticos que están destruyendo sus pueblos y exterminando a sus familias. Fue la última de las guerras indirectas en Estados Unidos y la URSS, una guerra que los soviéticos perdieron estrepitosamente gracias a ese congresista cachondete y graciosillo. Es la historia secreta de un gran triunfo americano.

La peli, como digo, es agradable de ver, divertida y descubre muchas cosas sobre cómo funciona realmente el aparato político americano. Lo que me resulta extraño es que parece celebrar la gran empresa del Sr. Wilson, un hombre que metió a Estados Unidos en una guerra no declarada, usando su presencia en el sub-comité de Defensa para aumentar los créditos en una partida secreta (es decir, que ni los periodistas ni el público podían saber para qué se estaban usando) que alcanzó los mil millones de dólares, para enviar armas a los mujaidín afganos, todo ello en nombre del odio hacia los soviéticos, la defensa de la libertad y la democracia en el mundo. Todos sabemos lo que ocurrió en ese país cuando los soviéticos se retiraron y cómo el polvorín que el Sr. Wilson creó acabó volviéndose en contra de Washington y forzándoles a invadir ellos mismos el país en 2001, y no en nombre de la libertad y la democracia, sino de la auto-defensa.

En un bonus que acompaña a la peli en el dvd, se puede ver al auténtico Charlie Wilson visitando repetidamente Afganistán, celebrando que aquella buena gente tuviera armas para defenderse e incluso a un cierto punto disparando una de esas armas anti-helicópteros al aire, arma que le fue regalada por los mujaidín y que él colgó en su despacho de Washington. Para acabar de dignificar al personaje, Sorkin no se olvida de dedicar al final del metraje unos minutos a la preocupación de Wilson por la posguerra en el país: en una escena, se le ve pidiendo un millón para una simple escuela para que el país se pudiera reconstruir y no ocurriese lo que ha acabado ocurriendo. Nadie le escuchó, pero él fue íntegro hasta el final.

Esta película me deja pensando en la enormes diferencias culturales entre Europa y Estados Unidos. Nosotros, los venusianos, odiamos la guerra y jamás se nos ocurriría celebrar a un personaje como Charlie Wilson dedicándole una película básicamente elogiosa. Los americanos, que viven en Marte, consideran la guerra como algo necesario e inevitable. Para ellos, lo importante es saber elegir tus guerras, eso es lo que distingue a los liberales como Sorkin, Nichols, Hanks y Roberts de los extremistas como Bush.


"Waltz with Bashir" de Ari Folman es otra historia, una película original y compleja, sutil e inquietante de principio a fin. Para empezar, es un documental animado. Una película de animación en la que muchos de los personajes que aparecen son personas reales, con nombres y apellidos haciendo declaraciones reales. Una elección extraña, sin duda: intentar mostrar la realidad a través de dibujos. La razón es sencilla: es una película en buena medida autobiográfica, en la que el director intenta recuperar sus propios recuerdos como soldado en la guerra de Líbano de 1982, más de veinte años después. En esta recuperación, una serie de sueños y recuerdos borrosos juegan un papel fundamental y recrearlos a través del dibujo es el mejor modo de transmitirlos al espectador, dando como resultados un buen puñado de secuencias fascinantes. Folman podría haber hecho una película híbrida, con las escenas imaginarias y reconstruidas en animación y las declaraciones de personas reales en imagen real, pero ha optado por la unidad estilística y creo que con razón, puesto que eso confiere a los sueños y recuerdos un cierto aire realista.



El meollo de la película es el intento por parte de Forman de recuperar sus recuerdos personales sobre la masacre de Sabra y Chatila. Un grupo de cristianos falangistas libaneses entraron en estos dos campos de refugiados palestinos, custodiados por el ejercito israelí, supuestamente para sacar a los "terroristas" de la OLP, y masacraron a un número indeterminado de civiles. Un año más tarde, una comisión parlamentaria israelí determinó una "responsabilidad indirecta" del ejercito en la masacre y obligó a Ariel Sharon a dimitir de su cargo de ministro de Defensa, si bien éste se mantuvo como ministro sin cartera en aquel gobierno y fue más tarde elegido primer ministro, como todos sabemos. Según parece, el propio Sharon fue quien ofreció a los cristianos falangistas que entraran en los campos e hicieran el trabajo sucio de diferenciar a los "terroristas" de los civiles, y ello apenas horas después de que el líder de los falangistas libaneses, el Bashir del título, fuera asesinado, probablemente por los palestinos. La sed de venganza era evidente.

No sé si se podría llegar a decir que la sociedad estadounidense, ebria del poder de la guerra, es una sociedad enferma, pero la película de Forman, nos recuerda que la israelí lo es. La amnesia de Forman es, por supuesto, amnesia colectiva. Es un país que no quiere recordar. No podría ser de otro modo: es un país fundado por la violencia en un medio hostil en el que cada generación sin excepción ha conocido varias guerras. Al mismo tiempo, es un país moderno, con sus universidades, su alto nivel de vida y su sistema democrático. La película muestra a esos jóvenes urbanos, educados como tú y como yo, en la comodidad y en la cultura de masas, que aspiran a un título universitario y un buen trabajo de oficina, y que de repente deben salir en un tanque a matar a palestinos. Una doblez insoportable.



Mostrando, como muestra, la guerra en toda su crudeza, las ráfagas indiscriminadas de tiros por parte de jóvenes urbanos aterrorizados, me resulta extraño que el film se concentre en la masacre de Sabra y Chatila y en establecer la complicidad de Israel con los falangistas. En un par de secuencias, Folman muestra una versión imaginaria de la vida cotidiana de un soldado israelí en plena guerra de Líbano: pegando tiros sin ton ni son, matando a vejetes que pasan por ahí, en imágenes de un humor negro espeluznante. Creo que el propio Folman, tan metido como está en la lógica de la guerra, ni siquiera se da cuenta de que todo es una masacre, que Sabra y Chatila no son más que un episodio particularmente negro en una guerra de locos. El resto no está ni más ni menos justificado.

Dos películas nacidas de naciones en guerra permanente, difíciles de tragar para un europeo.

11.10.08

"Mafioso" (1962) de Alberto Lattuada.

Gracias al buen gusto y al afán metódico de la Criterion Collection he descubierto una pequeña joya olvidada de uno de los géneros cinematográficos más inimitables (y mal imitados), la comedia italiana de posguerra, si bien es posible que algunos en España la recuerden, pues fue Concha de Oro de San Sebastián. Alberto Lattuada, que murió hace tres años, es uno de los grandes olvidados del cine italiano, sin el reconocimiento internacional de su amigo Fellini (con el que co-realizó varias películas), de los neorrealistas, con los que no se identificaba, o de los existencialistas como Antonioni o Visconti.


Y sin embargo "Mafioso" es una gran película, certera, inteligente a rabiar, divertidísima y políticamente valiente. Comienza como una comedia de costumbres para convertirse en una pesadilla de corte surrealista. Un siciliano que se ha instalado en Milán y trabaja diligentemente en la Fiat, vuelve tras muchos años por primera vez a Sicilia, con su mujer y dos hijas, las tres monas y rubitas. Orgulloso de demostrar en su persona que un humilde inmigrante del sur (un "terrone") puede, a pesar de los prejuicios del norte, ser tan preciso como un reloj suizo, el protagonista (encarnado por un inmenso Alberto Sordi) hace todo por ser un hombre moderno, racional y ordenado, un hombre de la Italia industrial y democrática.

La llegada a su idiosincrásico pueblo natal, tras un viaje de varios días en tren, y sobre todo a su casa familiar, está mostrada en una secuencia que resume la quintaesencia de la comedia italiana de costumbres: trufada de bromas sobre las diferencias norte/sur, de clichés, ruidosa, llena de conversaciones inacabadas y presentando toda una galería de personajes hiper-caracterizados (la hermana bigotuda, la madre silenciosa y desconfiada, el padre manco). Al final de la secuencia, Sordi rompe a cantar en siciliano, coreado por toda su familia. Esos minutos son de por sí una pequeña obra maestra del género que nos hace creer que estamos en terreno familiar, que nos podemos estirar en el sofá y disfrutar de una comedieta sin pretensiones.


Pero en realidad "Mafioso" es el primer film de la historia de Italia que se atrevió a hablar directamente de la mafia y adopta para ello un método narrativo dual. De la comedia de costumbres, la película desliza poco a poco hacia una sombría comedia negra, apuntalada por un tono surrealista y por una estética tomada del cine negro americano. Esa dualidad es la del protagonista, que al volver a la tierra parece caer en un hechizo y olvida poco a poco sus pretensiones racionalistas para entregarse al código de vida siciliano, el del honor, el silencio y el respeto por la voluntad del Don. Sordi encarna a perfección esa transición, jugando magistralmente con los acentos y los gestos, sobre todo en la escena en que coge una pistola en un banco de feria y, concentrado en una especie de éxtasis ridículo y subconsciente, acierta a todas las dianas.


Algo antes, la hilarante secuencia en que su padre, un octogenario manco y esquelético, se enzarza a ostias con otro octogenario que parece un sosia suyo porque le ha llamado "cornuto", nos empieza a indicar hacia qué territorio nos quiere llevar Lattuada, el de un surrealismo pesimista que debe mucho al Buñuel mejicano. Y sin embargo, recibimos la secuencia final con un sentido de incredulidad expectante. Encargado de matar a un hombre, Sordi es metido en un paquete de mercancías, que a su vez viaja en un avión de Alitalia hasta Nueva York, donde es llevado a un hotel en el que le muestran imágenes del hombre que debe matar, conducido a la peluquería donde éste se encuentra y, una vez el trabajo hecho, metido de vuelta a Sicilia en el avión. Rodada con sombras cortantes y planos asfixiantes inspiradas del cine negro de los cincuenta, la secuencia consigue sin embargo una comicidad macabra, apoyada en la incredulidad. Y sin embargo, uno no puede evitar creer que estas cosas ocurren de verdad.


Para hablar de la mafia en Sicilia, Lattuada no olvida la necesidad de entender mejor a esa sociedad: así, en una escena interesante, el Don explica a un diputado porque el Estado no puede tomar decisiones en lugar de la mafia, pero sobre todo el director subraya la pobreza, la emigración de los jóvenes y el paro (que el padre de Sordi llama "estar sentado"). En una secuencia también teñida de surrealismo, el grupo de amigos de Sordi que se han quedado anclados en el pueblo, intercambian en la playa reflexiones propias de un grupo de intelectuales de izquierdas instruidos, usando palabras sofisticadas para hablar en realidad de su propia ociosidad y de su interminable frustración sexual. Sordi llega y les relata una de las muchas pasiones sexuales que vivió con mujeres milanesas antes de casarse, pero ellos no le escuchan; se han quedado embobados, babeando ante la visión de la mujer de su amigo, la única en toda la playa que se permite enseñar las piernas y las curvas de su cuerpo. Al verles, ella, inocente, quiere unirse a la conversación, pero él se la lleva, temeroso de lo que puedan hacer esos animales desesperados. Creo que esta escena demuestra que la película no es sólo una crítica de la mafia, sino es un esfuerzo sincero por entender las contradicciones de la sociedad siciliana.

Es posible que esta historia macabra de un hombre inocente que se ve metido en un mundo absurdo, obligado a hacer cosas absurdas, les recuerde al cine de Berlanga o a las películas españolas de Marco Ferreri. Nada más normal, el guionista no es otro que nuestro Rafael Azcona.

5.5.08

"Zodiac" y "There Will be Blood", cine valiente.


Me siento empujado a rescatar este blog del estado comatoso en el que se encuentra desde hace meses por los pensamientos que me ha provocado la visión de dos películas recientes que, en mi opinión, tienen muchas cosas en común y que me han sorprendido gratamente por su sentido del riesgo. Se trata de “Zodiac” (2007) de David Fincher y de “There Will be Blood” (2007) de P. T. Anderson, un título de resonancias bíblicas mal traducido en España como "Pozos de Ambición".

(Arriba, una imagen de "Zodiac")

Dos valientes películas sobre California

Dos películas que escarban en la historia más o menos reciente de un Estado, California, que, contrariamente a lo que muchos parecen querer hacer creer, no se limita a Hollywood y Beverly Hills. Una, la de Anderson, remontándose a los inicios de la explotación de los yacimientos del petróleo, más ligada en el imaginario estadounidense a Texas (donde, de hecho, fue rodada). La otra, la de Fincher, reconstruyendo la creación de un mito criminal y sociológico de la historia de ese Estado, el asesino del Zodiaco, en los años setenta. Dos películas de época, ambas con una ambientación muy trabajada, que buscan encontrar las raíces culturales propias de un Estado muy particular. Dos directores californianos que, al escarbar en esa Historia, también escarban en su propia mitología personal. Dos películas de dos horas y media, un metraje considerado excesivo para sus ambiciones comerciales, y en cinemascope, un formato se adapta mal al dvd, principal fuente de ingresos de Hollywood hoy por hoy. Dos películas rodadas con un sentido del tempo narrativo y del encuadre muy raros en el cine americano contemporáneo, tan dado a la rapidez y a los primeros planos.

(A continuación, una imagen de "There Will be Blood")


Dos directores con un don natural para componer imágenes y secuencias que conocieron el éxito muy pronto, Anderson ya con su primera película, la excelente “Boogie Nights” y Fincher con la segunda, la ya clásica “Se7en”, que se ha convertido en un verdadero patrón del cine de psicópatas. Ambos demuestran con sus últimas obras que son algo más que estetas bien dotados, que han encontrado los límites del cine que habían hecho al principio de su carrera, un cine ingenioso dentro de los marcos establecidos por un sistema industrializado, y han sentido la necesidad como autores de dar un paso más allá. Y lo han dado.

(A continuación, una imagen de "Zodiac")


Lo que tanto “There Will be Blood” como “Zodiac” hacen a las claras es ir a contracorriente de los modelos narrativos en los que se les podría clasificar, sin duda con más éxito en el caso de la segunda. “Zodiac” es una película de asesino psicópata que se va diluyendo narrativamente hasta convertirse en un estudio sociológico sobre cómo y por qué la sociedad californiana fabrica el mito del Asesino del Zodiaco; “There Will be Blood”, al contrario, empieza como una narración impersonal sobre cómo y por qué el sistema capitalista fordista va modificando sutilmente el modelo de sociedad formado por los colonos, basado en la tierra y la religión, a través del ejemplo el petróleo, para acabar convirtiéndose en una biografía sobre un hombre-ambicioso-y-autodestructivo en filiación directa con Ciudadano Kane. En este sentido, la cinta de Anderson deja mal sabor de boca, mientras que la de Fincher da una mayor sensación de redondez y solidez. Sin embargo, en ningún momento “Zodiac” se acerca a la magnificencia visual y narrativa de gran número de escenas de la primera hora y media de “There Will be Blood”.

(A continuación, una imagen de "There Will be Blood")


Lo que llamo cine de mecanismos

Estas dos películas hacen algo que rara vez se ve en el cine contemporáneo: explicar mecanismos. Creo que esto merece una pequeña digresión. La mayor parte del cine, tanto comercial como de autor, se centra esencialmente en los personajes, en sus sentimientos y en su psicología, y utiliza resortes derivados de esos dos elementos esenciales para hacer avanzar la acción. Rara vez se recurre de manera sistemática y estructurada a la explicación de mecanismos colectivos (sociales, económicos, políticos…) para hacer avanzar la acción. En realidad, es difícil evitar algún tipo de referencia contextual a mecanismos colectivos, pero se suelen limitar a elementos muy simples y que no necesitan ninguna explicación elaborada, tales como las dificultades que crean las relaciones sentimentales entre personas de clase o raza distintas o los peligros del alcoholismo y las drogas.

Creo que este cine de mecanismos ocupa un lugar prominente en la larga lista de oportunidades de exploración de nuevos modos de hacer cine que crearon las vanguardias de los años sesenta y que se perdieron en el olvido, que simplemente el cine comercial no supo integrar en sus mecanismos narrativos para renovarse. Es difícil subestimar la importancia de esas oportunidades perdidas: la fresca osadía de la primera docena de películas de Godard es un pozo sin fondo de ideas renovadoras que pocos autores han sabido utilizar. Creo que ello se debe en parte al mal uso que se hizo de esas ideas en el cine de vanguardia inmediatamente posterior, en los años setenta, un juicio en el que incluyo al propio Godard.

(a continuación, una imagen de "Tout va bien" (1972), que ilustra la tendencia excesivamente militante del cine de Godard en los años setenta)


En este caso concreto, creo que ese cine de mecanismos no ha prosperado por una cierta filiación intelectual con el marxismo, como ha ocurrido con muchas otras ideas que han ido ligadas al estructuralismo: parece como si la narración de mecanismos sociales impregnara las historias de fatalismos y negara la posibilidad de la resolución de los conflictos por la voluntad individual, el tema americano por excelencia. En otras palabras, parece como si se hubiera establecido una dicotomía entre un cine de mecanismos, militante (léase Ken Loach, Hermanos Dardenne) y un cine de personajes, burgués o directamente populista (léase casi todo el cine que se hace). En realidad, rara vez el cine miitante se toma la molestia de buscar soluciones visuales imaginativas para explicar los mecanismos sociales que determinan la vida de las personas: se limitan a adoptar un estilo documental, sucio, cuyo objetivo parece ser retratar la violencia del contexto sin por ello explicarlo en los mecanismos concretos que emplea, todo ello dentro de un modo narrativo que es esencialmente cine de personajes teñido de fatalismo, haciendo que los personajes hagan siempre lo contrario de lo que deben, como si fueran idiotas (el cine de González Iñárritu, y en particular "Babel" (2006), parece una especie de avatar hollywoodiano de esta tendencia manipuladora del cine militante).

En otras palabras, el cine de mecanismos es simplemente una forma distinta de narrar las cosas y que no tiene por qué estar ideológicamente marcado.

El canal de Scorsese

Una de las fuentes de inspiración más evidentes de P. T. Anderson, Martin Scorsese, es la gran excepción del cine americano en lo que se refiere al desarrollo de un cine de mecanismos: “Casino” (1995) empieza con una detallada explicación sobre cómo funciona un Casino y sólo una vez hecha, aparece el protagonista, Robert de Niro, cuya presentación queda intimamente ligada al funcionamiento del Casino.

(a continuación, una imagen de "Casino", en el momento en que se presenta a De Niro)


Aun más explicitamente, el objetivo esencial de “Gangs de Nueva York” (2002) es explicar cómo funcionaba la ciudad en aquella época y los diferentes factores que llevan a la sublevación contra el reclutamiento obligatorio, reprimida por el Estado con mano de hierro. Inolvidable, en ese sentido, el plano secuencia que muestra cómo los inmigrantes irlandeses bajan del barco que les ha traído desde Europa para firmar el reclutamiento, separarse de sus familias y subir, al cabo de unos metros, al barco que les llevará directamente a la guerra. En contraste con secuencias como ésta, la evolución de los personajes y en particular la historia de amor entre Di Caprio y Cameron Diaz, suena falsa y hueca: es evidente que a Scorsese no le interesaba lo más mínimo y que se sintió obligado a hacerlo por razones comerciales.

(a continuación, una imagen del final de "Gangs de Nueva York", con la ciudad tomada por las llamas -digitales- tras la represión de la rebelión popular)


Más allá del cine americano, Scorsese es en realidad el gran cineasta contemporáneo de los mecanismos sociales, el que ha sabido encontrar la fórmulas visuales adecuadas para poner en imágenes, de forma narrativa y por tanto atractiva para el espectador, mecanismos que implican un cierto grado de abstracción. La fuente de la que bebe es, no me cabe la menor duda, el Godard de los años sesenta: basta pensar en esa secuencia de “Vivre sa Vie” (1962) en que la voz en off de Godard explica fríamente las reglas que gobernaban el ejercicio de la prostitución en la Francia de la época, empezando por la ley y terminando por los precios practicados.

(a continuación, una imagen de "Vivre sa Vie": Anna Karina practicando la prostitución con desenfado)


Que el David Fincher de “Zodiac” aspira a hacer un cine de mecanismos en la línea de Godard y Scorsese lo demuestra la evolución del tratamiento de los asesinatos a lo largo del metraje. La película se abre con uno de lo más clásico: una pareja en un coche parado frente a unas vistas de la ciudad, otro coche aparece y, en la oscuridad, dos disparos acaban con la vida de los amantes. El tratamiento de la luz, del montaje y de los encuadres, son hábiles y crean la sensación de angustia buscada, pero son un refrito de algo mil veces visto.

(a continuación, una imagen de "Zodiac" en la secuencia mencionada)


Más tarde, cuando el caso del asesino es ya famoso en todo el Estado, un magnífico plano cenital muestra a un taxi desplazándose por la ciudad mientras se oye un programa de radio en el que los oyentes llaman para comentar el caso del asesino del Zodiaco. Acto seguido, el taxista es asesinado de golpe: no hay suspense, no hay angustia, sólo la asociación clara entre los comentarios de la gente y la muerte.

(a continuación, una imagen de "Zodiac" en la secuencia mencionada)


Qué poderosa formulación cinematográfica de un mecanismo complejo: la sociedad californiana, por su propia obsesión por el asesino del Zodiaco, es la que le motiva a continuar, porque ha entrado en su juego y la sociedad entera está atrapada en esa telaraña. Todo el mundo es responsable, desde el redactor jefe del periódico hasta el oficinista que lo comenta en el café de la mañana. La película del psicópata que asesina a gente se ha convertido en una película sobre una psicosis colectiva: su narración se diluye poco a poco y toma caminos sorprendentes hasta el punto que la resolución del misterio, a fin de cuentas, deja de tener importancia, puesto que lo que importa es lo que la sociedad ha hecho con él. La obsesión del personaje de Jake Gillenhaal hacia el final de la película no es sino una representación de la obsesión de toda la sociedad, que ha quedado soterrada durante un tiempo, pero cuya vigencia demuestran la publicación y el éxito instantáneo del libro que escribe, según se ve en la última escena, o incluso, si me apuran, por la existencia misma de la película.

Que “There Will be Blood” es cine de mecanismos resulta evidente a lo largo de buena parte del metraje: durante los quince o veinte minutos de apertura no se emite una sola palabra y Anderson se dedica únicamente a explicar los inicios de un buscador de petróleo convertido en empresario en la California de finales del siglo XIX. Uno de los temas centrales es el efecto que la intromisión de esa lógica puramente capitalista y racional, emprendedora y calculadora, tiene en una sociedad rural fundada por colonos algunas décadas antes y que se ha fundamentado solidamente en la creación de comunidades locales fuertes cimentadas por la religión y la familia. Anderson lo ilustra maravillosamente por el antagonismo entre el protagonista (Daniel Day Lewis) y un joven predicador local (Paul Dano), que entiende las oportunidades que la llegada del capitalismo puede crear para sus ambiciones personales y que acaba tan implicado en el nuevo sistema que se convierte en radiopredicador y acaba hundido por los efectos de la crisis del 29 en sus múltiples inversiones. En otra subtrama, Day Lewis se convierte en protector de una niña que es regularmente pegada por su padre, imponiendo un punto de vista racional y, en cierto sentido, humanista sobre el respeto tradicional a la estructura familiar.

(a continuación, una imagen de "There will be Blood" en el gran duelo entre los dos actores, cuando el empresario se ve obligado a fingir obediencia a la Iglesia de la Tercera Revelación fundada por el joven predicador)


Visto así, me resulta incomprensible que Anderson acabe convirtiendo su película en el retrato de una especie de monstruo de farsa, una representación del mal y de la autodestrucción, apoyándose en un Day Lewis histriónico. Pero eso no me impide disfrutar de la serie de secuencias maravillosas que el director hila una tras otra, mezclando con inspiración las lecciones de Scorsese con el genio de Terrence Malick, cuyo director de fotografía, Jack Fish, toma prestado. Malick, el director de “Badlands” (1973), "Días del Cielo" (1978) o “La delgada línea roja” (1998) es esa rara avis, un director panteísta obsesionado con la relación entre la finitud del hombre y la universalidad de la naturaleza, un poeta de la cámara. Anderson consigue que esa fusión entre un cine de mecanismos y un cine metafísico dé resultados sorprendentes y excelentes durante la hora y media en que es relativamente fiel a este planteamiento. Luego, el Personaje, con toda su carga psicológica y sentimental, toma el primer plano y todo el edificio se desmorona. En ningún momento la película llega a ser mala, pero sí decepcionante.

(a continuación, una imagen de "Días del Cielo" de Terrence Malick, seguida de otra de "There Will be Blood": Jack Fish dirigió la fotografía de ambas, con 30 años de diferencia)




De representaciones y alegorías

La dificultad consigue en mantener un equilibrio entre el cine de mecanismos y el cine de personajes. El espectador necesita personajes para seguir una acción y no tener la sensación de estar viendo un documental, pero al mismo tiempo es con frecuencia la explicación de mecanismos lo que da sal e interés a una película. Además, la formulación visual de la película, y en particular la elección de los encuadres debe ser consecuente con el mode de narración elegido: en un cine de mecansimos la cámara tiende a tomar cierta distancia con los personajes para enmarcarlos en su contexto (puesto que el contexto es el que les da sentido) y evita los primeros planos, cuya función es resaltar los sentimientos de los personajes a través de las expresiones faciales; por otra parte, el travelling, por su propia naturaleza, permite la creación de asociaciones entre causas y efectos que son extremadamente útiles cuando se trata de ilustrar visualemente mecanismos. A estos principios visuales, ambas películas son relativamente fieles.

En mi opinión, Anderson falla en la última hora de su película porque opta por la alegoría en lugar de la representación. El protagonista pasa de ser una representación relativamente neutra de una clase emprendedora y sin escrúpulos incipiente impregnada de un ethos capitalista a convertirse en una alegoría de una forma atormentada del mal. De la representación de un grupo social y de una forma de pensamiento a la alegoría de un concepto moral hay una gran distancia que en la escritura de un guión y en la formulación visual de una película se cruza con una facilidad pasmosa. Curiosamente, es precisamente esa herencia innegable de la carga metafórica de Terrence Malick en su película, esa misma que la hace tan bella en su primera parte, la que la empuja a un deslizamiento hacia una narración alegórica que, en última instancia, destruye su atractivo.

En cualquier caso, estoy encantado de ver cómo dos cineastas que han hecho en el pasado un cine comercial eficaz, aunque con mucha personalidad, se deslizan hacia una concepción de su arte mucho más personal y adoptan los dos el mismo camino hacia un cine de mecanismos que se echa tanto en falta en el cine contemporáneo.