Mizoguchi, Ozu y Kurosawa conforman una especie de Santa Trinidad que define el cine japonés a ojos occidentales. Desde el descubrimiento de "Rashomon" de Kurosawa en 1951 en el Festival de Venecia, los críticos y cinéfilos occidentales no han dejado de maravillarse ante la fábrica de obras maestras que fue el cine japonés de los años cincuenta y sesenta. Por alguna razón, también parece que ese público, dado a las querellas de sobremesa, haya decidido que todo el mundo tiene que elegir entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y agarrarse a esa elección con fervor, despreciando a los otros dos componentes de la trinidad.
Yo, por mi parte, he de admitir que nunca he conseguido penetrar en el universo de Ozu, esas historias de familia, en las que infaliblemente una hija prefiere quedarse con su padre que echarse al mundo y casarse, narradas con una parsimonia inconcebible. Lo he intentado varias veces y lo seguiré intentando, pero por ahora Ozu no me ha seducido.
En cambio, entre Kurosawa y Mizoguchi no puedo elegir. Se ha dicho mucho de Kurosawa (con desdén) que era el más occidental de los cineastas japoneses y la admiración que despertaba entre directores como Georges Lucas o Spielberg, no hacía sino confirmar esa sospecha. Bien es cierto que Kurosawa se pasó la vida adaptando obras ejemplares de la cultura occidental: "Macbeth", "El idiota" de Dostoievski, "Los bajos fondos" de Gorki o "Dersu Uzala", basada en las memorias de un explorador ruso. También lo es que absorbió modelos narrativos típicos del cine americano, en particular el cine negro y el western, pero todo ello no le resta valor. En cierto sentido, el cine de Kurosawa enseñaba a Occidente un modo distinto de entender su propia cultura y esas enseñanzas las han absorbido muchos grandes directores. Despreciarle en nombre un afán exótico, crisparse ante una excepción de la supuesta otredad nipona, es un reflejo de explorador romántico del siglo XIX, como enfadarse porque un zulú beba Coca-Cola.
"High and Low" (1962) es un ejemplo de la facilidad con que Kurosawa se apropiaba de las reglas del cine negro norteamericano. Adaptación de una pequeña novela negra americana caída en el olvido, "High and Low" es la historia perversa de un rapto. En un primer momento, el padre del niño raptado (un tronante Toshiro Mifune) se muestra dispuesto a pagar el rescate: sin embargo, cuando entiende que el criminal se ha llevado en realidad al hijo de su chófer, decide llamar a la policía y duda en pagar. El dilema moral que se le presenta es típico del cine humanista del director y no nos sorprende que el hombre de negocios acabe dándole más importancia a su deber moral que a su interés personal. Toda esta primera parte está rodada con un estilo muy teatral: un escenario prácticamente único, varias cámaras bien alejadas y situadas estratégicamente y un diálogo tenso con situaciones al límite. El resultado es simplemente magnífico, trepidante.
La segunda parte se concentra en las pesquisas policiales para identificar al criminal. Mifune desaparece y su alter ego, el raptor, se va configurando poco a poco. Frente a él, los policias hacen su trabajo, meticulosamente, pero el verdadero protagonista es la ciudad, la sociedad japonesa en pleno desarrollo industrial: el tren bala lleno de "commuters", la sala de baile con prostitutas y soldados americanos negros, las terribles calles infestadas de drogadictos y, finalmente, el barrio donde vive el criminal, un cúmulo de chabolas justo a los pies de la casa del empresario, que parece reinar sobre ellas como un castillo sobre un pueblo medieval. "High and Low", alto y bajo, o, en el título original, cielo e infierno.
Un díptico fascinante, complejo y sutil. No es de extrañar que Mike Nichols haya anunciado la intención de realizar una adaptación próximamente, producida por Martin Scorsese.
Mizoguchi era doce años mayor que Kurosawa y, por supuesto, uno de sus maestros más directos. Hizo tanto películas de época ("Cuentos de la luna pálida" (1953) quizás sea su película más conocida en España) como historias contemporáneas. Perteneciente a este último grupo, "Street of Shame" (1956), o "La calle de la vergüenza", fue su última película. Trataba muy directamente uno de sus temas centrales: el papel de la mujer en la sociedad japonesa, en este caso a través de la prostitución. Es la historia de un grupo de mujeres que trabaja en un burdel en el barrio rojo de Tokyo en el momento en que se debate en el Parlamento una ley que prohibiría la profesión. La película refleja ese debate y muestra a una sociedad dividida entre tradición y modernidad, pero sobre todo muestra mujeres, a personas que sufren por el papel al que les relega la sociedad.
He dicho tradición y modernidad, parece que sea el tema inevitable de toda obra japonesa y parece un marco de lectura cómodo y comprensible, pero no es así. No con Mizoguchi. La tradición, por supuesto, es la cultura de la geisha, la cortesana sofisticada y cultivada que entretiene al aristócrata. Pero la guerra y la influencia occidental ya han destruido esa cultura y la prostitución que se practica en esa época está adaptada a los cánones occidentales. Por tanto, en ese debate a favor y en contra de la prostitución, la nostalgia por un orden pre-moderno que ya ha desaparecido no tiene lugar y Mizoguchi lo deja muy claro desde el principio. El problema, según la película, es que la sociedad japonesa no les deja otra opción a las mujeres: o casarse y ser esclava de un hombre (trabajar para él, sin sueldo) o prostituirse. Claramente, el director no considera la prostitución algo por definición sucio e indigno; parece pensar, al contrario, que hay algo de dignidad en la relativa independencia que les permite alcanzar.
En una de las historias, una vieja puta que sueña con irse a vivir con su hijo, que ha sido criado por sus abuelos con el dinero que ella ganaba en el burdel, se vuelve loca cuando éste la repudia, precisamente a causa del oficio al que ella se ha resignado con tal de darle a él una vida digna. Es una paradoja inhumana que deriva de una comprensión perversa de la moral y de una obsesión por el qué dirán. Mizoguchi parece decir que, si la modernidad consiste en valores burgueses y moralismo barato, prefiere que las cosas se queden como estaban; sólo que ya no están como estaban.
A Mizoguchi le preocupan ante todo las mujeres, su autonomía de decisión y su capacidad de escapar del papel al que las quiere condenar la sociedad. Una de prostitutas más jóvenes y guapas, ambiciosilla ella, se ha visto condenada a la prostitución por la enfermedad de su padre, pero hace todo lo que está su mano por escapar a esa condición. Metódica y manipuladora, consigue que uno de sus clientes robe de la caja de la tienda donde trabaja para escaparse con ella. Cuando él entiende que ella sólo quería el dinero, intenta matarla, imponer su fuerza masculina sobre las estratagemas femeninas, pero ella sobrevive y consigue, en efecto, convertirse en empresaria. Ni Mizoguchi ni las otras prostitutas la juzgan: todo el mundo entiende que es la sociedad la que empuja a una chica con recursos a engañar y manipular para salir adelante.
El debate parlamentario sobre la ley es el trasfondo de toda la película: el dueño del burdel repite varias veces el mismo discursillo hipócrita según el cual un burdel hace el trabajo social que el Estado no hace; un policia confía en que el Estado, una vez abolida la profesión dé casa y trabajo a todas las nuevas paradas...
El estilo de Mizoguchi es bien conocido: preciso, de planos magníficamente compuestos, haciendo gran uso de la profundidad de campo y de la capacidad narrativa del movimiento de los actores. Pero su famosa identificación de planos y escenas no se aplica metódicamente: el director siente la necesidad de recurrir al primer plano en los momentos clave en que se explica por qué cada una de ellas ha acabado en esa situación.
La película empieza con un plano panorámico del barrio rojo, sobre el fondo de una extraña música casi experimental. Acto seguido, entramos en la calle de los burdeles al amanecer y pasamos a un plano de la entrada del burdel que nos va a ocupar. En la última secuencia, una chica virgen llegada del campo, que ha trabajado de limpiadora en el burdel varios años, es vestida de Geisha y empujada a vender su himen a los paseantes. Tímida, le cuesta salir a la calle avalanzarse sobre los hombres como hacen las más experimentadas: se refugia tras la entrada y, detrás del muro, sacando apenas el brazo y media cara, llama a los hombres con los movimientos torpes de su dedo índice.
Es un final desgarrador (con perdón).
P.D. De nuevo, he descubierto estos dos clásicos gracias al afán de la Criterion Collection.
No hay comentarios:
Publicar un comentario