17.12.05

A la manera de… W. G. Sebald


TOPONIMIA DEL HORROR


Creo que era una mañana lluviosa y fría, aunque suene tópico; creo que así era. Me había alzado al amanecer, para trabajar, y aún estaba oscuro. Me abrigué, pues en mi piso hace frío, y procurando no hacer ruido para proteger su sueño, me puse frente a mi ordenador y empecé mi búsqueda a través de Internet, la base de mi trabajo, mi única materia útil. Buscaba saber algo sobre una ciudad alemana, del norte de Baviera, región que está a su vez al Sur del país, lindando con Suiza y con Austria. Una región católica, cervecera y verde, o por lo menos en esos clichés pensaba mientras me acababa de despertar. Las primeras decenas de minutos, cuando me despierto a esas horas intempestivas, algo monacales, constituyen un lapso de tiempo extraño, pues en la mente somnolienta se cruzan pensamientos e imágenes que no controlamos. Creo que reencuentro, sentado frente a mi ordenador, absorbiendo imágenes, inmóvil y en un silencio (un silencio relativo, un silencio urbano, con el sonido de las ambulancias y el despertador de algún vecino madrugador que retumba en el patio), que sólo rompe el dulce sonido del teclear, con ese efecto de mecedora que tiene, creo que reencuentro, decía, sensaciones de mi infancia. Es probable que sea por ese debatirse entre sueño y vigilia, por la dificultad de luchar contra esas potentes bocanadas de somnolencia, que siempre me recuerdan a la vuelta a casa desde alguna reunión con amigos de mis padres, en brazos de mi padre, mientras intentaba no dormirme del todo.

En todo caso, era aquél el estado de las cosas, mientras empezaba a clarear la habitación y yo me empantanaba lentamente en la búsqueda de alguna información sobre Erlangen, una ciudad, al parecer muy característica del urbanismo idealista barroco, cuya expansión y modesta importancia a lo largo de los siglos se debe a la expulsión de los hugonotes de Francia, que fueron acogidos allí, en una región católica, curiosamente, pero sin duda más tolerante de lo que era la Francia de la época. Me perdía, pues, y decidí posponer el verdadero trabajo y buscar una imagen satélite de la ciudad que me permitiera ilustrar el texto que algún día esperaba escribir. No siempre es fácil encontrar una ciudad en esas imágenes, fascinantes por su perpendicularidad, por la facilidad con que nos hacen acceder a la organización del espacio natural y, dentro de éste, al espacio transformado por el hombre, reorganizado en núcleos y nexos.


Encontré Munich, la capital de Baviera y, en busca de Erlangen, me desplacé hacia el norte, pues Munich ya casi linda con Suiza y las faldas de los Alpes y así Baviera, su región, se extiende hacia el norte. Concretamente, me desplazaba hacia el Noroeste y todo eran valles verdes y pequeñas ciudades; incluso a ratos veía emerger la masa verde oscuro, casi marrón, de la Selva Negra. Era, en suma, un paisaje algo idílico y me sedujo por esa aversión que padezco, tan típica de la gente del sur, por los paisajes secos y mediterráneos, por esos marrones mortecinos (para mí, quiero decir, el verde es sinónimo de vida) y me desplazaba por la región, como quien disfruta del paisaje mientras conduce hasta que comprendí que había salido de Baviera y me adentraba en Baden-Wurtenberg, la región colindante y volví bruscamente hacia el Este, viendo pasar, fugaz, un nombre frente a mis ojos, un nombre que no reconocí yo directamente, sino que más bien se coló en mi subconsciente y a través de la retina introdujo la imágenes del terror mismo, que me arrancaron de mi ensoñación infantil y me entregaron a la realidad de lo que es y sobre todo de lo que fue y nunca dejará de ser.

Me detuve sobre alguna ciudad cuyo nombre no recuerdo y volví lentamente hacia el Oeste hasta que encontré, al cabo de unos segundos, la palabra: Dachau. El primer campo de concentración nazi de la historia, el primer eslabón del horror absoluto, se encontraba allí, en medio del verdor y las autopistas, en plena región cervecera y ultramoderna, tecnológica. Dachau, al fin y al cabo, no es sino una palabra. No sé si es su origen, pero sé que Dach quiere decir asilo, cobijo o cubierta; Dachau sería, pues, el lugar refugio, quizás precisamente para los hugonotes expulsados, quién sabe. Para nosotros, Dachau quiere decir horror, masacre, destrucción, genocidio, al igual que Mauthausen, Büchenwald, Dora, Treblinka y sobre todo, el sinónimo del horror, Auschwitz. Los franceses expulsaron a los hugonotes y enriquecieron al sur de Alemania; los alemanes no expulsaron a los judíos, los encerraron en el refugio y de allí sólo salieron cadáveres y odio.

Ésa es la toponimia del horror moderno. Pero Dachau no es sólo Dachau, sino que también es, hoy (en esta mañana fría de Barcelona, creo a fin de cuentas que no llovía y la luminosidad ya debía de reinar en mi salón), un lugar y unas gentes, unas plazas, unas calles con comercios y adolescentes que se enamoran y todo lo que hay en una ciudad. Así que decido observarla, decido que Dachau puede ser algo distinto a lo que evoca la palabra, decido acercarme poco a poco con el zoom de la imagen satélite, aunque la definición en ese punto no es la mejor, porque los lugares y las gentes no son sólo lo que fueron, aunque la inercia sea tan fuerte como lo es en este caso. Hay un presente, qué demonios, me digo a mí mismo y existe la posibilidad de que los 60 años transcurridos desde que el continente se despertó hambriento y arrasado hayan conseguido borrar algo de las cicatrices de la historia; hay una esperanza, creo.

Pero Dachau es un núcleo pequeño y al empezar a acercarme veo surgir una masa de color blanco al noreste de la población, rodeada de verde y casas algo dispersas, un agujero en la trama urbana. Puede ser, quién sabe, un campo de fútbol de barrio o un hospital, pues la definición, como digo, es baja y no permite llegar a una conclusión. Y sin embargo, me cuesta creerlo, así que busco un esquema o una foto de lo que fue Dachau, es decir el horror, el campo en sí mismo, y cuando la encuentro veo que tenía (o tiene) esta formación:

Y no puedo evitar compararlo con el aspecto de la masa blanca al noreste de la ciudad de Dachau, donde vive gente que bebe cerveza y donde los adolescentes, sin duda, se enamoran y no puedo evitar pensar en la gente que vivirá allí, tan cerca de esa masa blanca (es blanca en mi imagen satélite, probablemente el muro sea gris y para ellos sea la masa gris o simplemente, los muros grises y quizás así la denominen, pues no creo que tengan el valor, la resignación, de usar la palabra Kamp), pienso en esa gente que no puede tener esperanza pues cada día se levantan y ven el muro gris, ven Dachau.

9.12.05

Literaturas


RATONES
SAGRADOS

He encontrado en esa mina de oro que es Internet un cómic cortito de Michael Abate, que se ofrece completo (ver link a la derecha), en el que el autor, un estudiante de cómic, intenta hacer que la vaca sagrada del momento, Art Spiegelman, lea su última obra. Conociendo la obra inmensa de Spiegelman, no puede caber duda de la sutil inteligencia de Abate en la construcción de esta pequeña obra. Intentaré explicar porqué.

Los dos tomos de "MAUS", de Art Spiegelmen, publicados en 1986 y 1991, significaron una auténtica revolución en el mundo del cómic, sobre todo desde el punto de vista de la percepción de esta forma de expresión como un arte menor. Al encontrar el modo de expresar a la vez la cuestión judia en Estados Unidos, el dilema moral del holocausto y el problema de la transmisión de esta herencia histórica en el seno de una familia, Spiegelman conferió al cómic un nuevo estatus. En el contexto de una búsqueda de nuevas formas de expresión que fueron los años ochenta, el autor americano ofrece el cómic como respuesta.

"MAUS" es la historia de Art Spiegelman, dibujante de cómics que, en plena depresión artística, decide chupar a su padre la sangre de su historia: el holocausto y cómo logró sobrevivir. Los "mouses" (ratones) son los judios, los nazis gatos, los americanos son perritos y los polacos cerdos. El dibujo, en blanco y negro, es tan simple que subraya esta reducción voluntaria a alteridades para expresar sin mediación alguna la devaluación del hombre por el hombre, pero también el proceso de reducción moral que los hechos han sufrido a través de su narración y reinvención a lo largo de las décadas, tanto por el sionismo como por el neonazismo o el revisionismo.

Pero lo más interesante de "MAUS", a mi entender, es su complejo proceso de narración, que permite observar cómo durante la elaboración del cómic que estamos leyendo (es decir, en el proceso de transmisión de la vivencia histórica), el propio Spiegelman se convierte en víctima de un proceso de deconstrucción de la personalidad. Vemos al ratoncillo diluirse poco a poco y hundirse en la noche negra de sus propios orígenes y comprendemos que la obra que leemos no tiene fin y que un proceso de transmisión limpio y honesto es simplemente imposible.

¿Porqué? Porque la historia es cultura y se canaliza a través de medios de expresión, ya sean colectivos o individuales. Las muñecas rusas de "MAUS" no hacen más que forzarnos a pensar que nos encontramos en la búsqueda permanente de un canal que transmita nuestra cultura, que a su vez nos ha llegado a través de otros canales que ya no nos son propios. Al pedirle a su propio padre que le cuente su historia personal, el autor quiere acudir al origen, a la fuente del saber, pero este saber no llega más que a través de una experiencia personal y subjetiva y a través de la palabra, un canal como otro cualquiera. La verdad no existe; la historia es la construcción de una percepción de la historia y el hombre post-moderno queda solo ante la enorme tarea de construir un canal de transmisión que le sea propio.

Y así volvemos a Abate. Lo que preocupa al joven estudiante es la cuestión de la herencia: cómo comportarse frente a la vaca sagrada que es Spiegelman, el reinventor del lenguaje del cómic. Abate no sólo retoma su estilo hasta el punto de imitarlo, disfrazando a todos los personajes de ratones, construyendo las páginas de manera similar, sino que recurre al mismo método de puesta en escena de sí mismo y del propio Spiegelman. Abate subraya la imposibilidad de la transmisión oral que había servido de base a Spiegelman, mostrando diálogos banales o prentenciosos y saltándose las clases que da el famoso autor (incluyendo un "blablabla").

Queda pues estudiar su obra, "MAUS", subida al mismo pedestal que el "Ulises" de Joyce, tan perfecta que sólo se puede pensar en imitarla, que es precisamente lo que está haciendo el autor. Hasta que llega la ruptura; Abate se quita la máscara y deja de ser un ratón para ser Michael Abate, un tipo ojeroso y cabreado, que garabatea en busca de un canal propio de expresión, que permita la reformulación de la cultura que el propio Spiegelman, tan torpemente como todos, ya había transmitido.

No sé si lo encontrará, pero sé que ha puesto el dedo en la llaga.

8.12.05

Palabras y Palabros




CHAFLÁN



RAE: "Plano largo y estrecho
que, en lugar de esquina, une
dos superficies planas, que
forman ángulo."


Al intentar manipular la programación de esta página recién estrenada, obervaba con curiosidad que uno de los elementos que parecía menos simple de resolver era algo tan sencillo como las esquinas redondeadas. Pensando en ello, comprendí haber elegido la pariencia de la página en buena medida por esa cualidad particular que, pensé, hace más serena la lectura, cuando muchas páginas tienden a crispar.

Esos "bordes redondeados" que nos dan serenidad no hacen sino satisfacer una aspiración tan humana como la de la suavidad, la del rechazo de la virulencia en favor de los susurros: el ángulo recto es un peligro de golpe, mientras que la curva es una promesa de caricia, de sensualidad.
















Y de ahí al chaflán ya no queda más que un paso. En urbanismo y en arquitectura, el chaflán juega un papel considerable: el Eixample barcelonés (desde donde escribo) se caracteriza por amplios chaflanes cuya primera función era facilitar la circulación, en un principio de los peatones. Hoy por hoy, también mejora la seguridad del tráfico rodado, pues los vehículos tienen mucha mayor visibilidad y se evitan accidentes, es decir violencia. En otros términos, los chaflanes dejan ver venir al otro, dan tiempo suficiente para reconocerle y para dialogar, aunque sea por signos, y establecer un acuerdo con él. El chaflán es diálogo y mutuo reconocimiento, tan lejos de la agresividad ante los inesperado. Además, el chaflán crea un espacio refugio para alargar el encuentro fortuito sin molestar ni ser molestado por la circulación.

No hay que olvidar que el Ensanche es fruto de la burguesía y que esa misma tranquilidad es una aspiración muy propia de esa clase social: los ángulos rectos de los bloques de viviendas sociales son la otra cara de la moneda, el símbolo de la crispación, el caldo de cultivo de la explosión de la violencia. Es más, para evitar los fatídicos 90 grados, la burguesía está incluso dispuesta a sacrificar algo de las plusvalías del terreno (cuatro chaflanes menos serían unos cuantos pisos más) en pos del espacio común de conviviencia, es decir la tan preciada paz social.

















Aunque pueda parecer una de nuestras palabras de origen árabe, "chaflán" viene del francés chanfrein, que también ha adoptado el inglés (chamfer), y que se refiere a la parte anterior de la cabeza del caballo que separa la frente del hocico. Es decir, un chaflán natural que sirve de transición entre la frente, que se dirige al cielo, y el hocico, que irremediablemente busca la tierra, el olor. Los chaflanes en urbanismo también tienen una función parecida: al convertir el cuadrado de la manzana en un octógono, el chaflán da a las diferentes ventanas y balcones de un edificio la variedad de las ocho combinaciones entre los cuatro puntos cardinales. Es el único modo de hacer una fachada que mire al preciado sur y otras dos que se pueden contentar con sureste y suroeste.

Así pues, como los bordes redondeados de esta página, el chaflán es esa dulce transición de las cosas hacia otra naturaleza. Y aquí, en Barcelona, la cara sur, la más soleada, está en un chaflán, lo que demuestra que a veces el estado pleno de las cosas está en los virajes y no en la pureza.

Y es que toda curva queda a la espera de una caricia.

7.12.05

Cine/s
"El Sabor de la Sandía": A través del deseo.





¿Qué es el deseo? ¿Cómo concebimos el sexo? ¿Es el romanticismo una forma más auténtica de concebir las relaciones interpersonales que la pornografía? ¿No son ambos una fabricación del deseo a través de imágenes, de signos? He aquí una película que habla de todo eso y mucho más, sin pretensiones, a tavés del humor sin complejos, de números musicales propios de la primera movida madrileña. Y sin embargo, también es un estudio despiadado de la sordidez de las relaciones humanas.

"El sabor de la Sandía" es la nueva película de Tsai Ming-Liang, un director malayo instalado en Taiwan que los festivales internacionales descubrieron hace unos diez años, pero que nunca había conseguido estrenar una película en España. Es uno de los nombres más importantes del cine asiático actual, que nos da las mejores sorpresas desde hace ya unos años. Y ésta es de talla.

El primer hallazgo es el contexto: en medio de una sequía interminable, los taiwaneses recurren a las sandías para saciar su sed. Superando el estatus de simple alimento, se convierten en un instrumento de relaciones personales: ofrecer, para compartir, una sandía bien roja y bien gorda equivale a ofrecer sexo puro. De esa transformación social del objeto en signo nos enteramos por la televisión, a la vez que una solitaria chica que, encerrada en su casa, consume sandía con avidez. Tan sólo un piso por debajo, un chico realiza una escena porno: se acerca a una enfermera tumbada, con una sandía entre las piernas, la chupa haciéndola gozar, para acto seguido perforarla con los dedos, una y otra vez, con violencia, hasta provocarle un orgasmo.

Pero no crean, la imaginación de Tsai no está desbocada, sino perfectamente controlada. Estas escenas, a las que seguirán números musicales que reflexionan sobre el cliché, una relación amorosa inconclusa y toda una serie de ocurrencias a cual más sorpredente, construyen progresivamente una brillante y sólida parábola sobre la imposibilidad de ver al otro a través del amor.

Tsai establece rápidamente el significado de los símbolos:

  • la sandía es el sexo brutal, eyaculatorio y pornográfico, a la occidental: el deseo de penetrar y ser penetrada/o
  • el agua, ese bien escaso, es el romanticismo el deseo de amar y ser amado, que se manifiesta principalmente a través de las magníficas escenas musicales
  • los pies son el sexo a la oriental, el de la caricia paciente y el orgasmo continuo

Así, entre él y ella, Tsai establece un equívoco propio de la comedia burlesca pasada por el baño del surrealismo: ella quiere comer sandía con él, mientras que él (que ya ha tenido suficiente porno) quiere chuparle los pies. En ninguno de los dos casos, el objeto de deseo es el otro, sino el objeto que simboliza el deseo, el signo. La escena final, que se construye lentamente como una larga metáfora (la chica inconsciente es la carne en estado puro, el cuerpo; las azafatas del cartel de China Airlines son un modelo que Taïwan puede seguir, otra imagen que explique qué significa ser mujer), lleva a un climax tan desternillanete como desconsolador donde pornografía y romanticismo se cruzan. A nosotros, espectadores boquiabiertos, nos puede parecer vomitivo, pero el hecho es que el contacto entre ellos tiene al fin lugar en una relectura brillante del beso final de las peliculillas americanas.

Una película gozosa, sin duda.