Acabo de terminar la lectura de mi segundo libro de Claude Simon, “Les Géorgiques” (traducido como "Las Geórgicas" en Seix Barral). Hace unos años descubrí a este autor a través de “La Route des Flandres” (traducido como “La Ruta de Flandes” en Lumen), maravilloso libro en el que relata su propia experiencia en la que los franceses llaman drôle de guerre (algo así como guerra tonta), esas pocas semanas durante las cuales un ejercito francés anticuado creyó poder enfrentarse a la formidable máquina de guerra de la Alemania nazi. Como Céline en la primera parte del “Viaje al final de la noche” (a propósito de la primera guerra mundial), Simon describe una guerra absurda, un enfrentamiento anónimo en el que el pobre soldado se siente desorientado y perdido.
“Les Géorgiques” es más ambicioso y más largo, pues narra tres momentos históricos distintos: las guerras de la incipiente República Francesa con las grandes potencias europeas a finales del siglo XVIII, aparentemente inspirado de la experiencia de un antepasado del autor; la Guerra civil Española, basada en la experiencia de Georges Orwell, que él mismo relató en “Homenaje a Cataluña”, y, de nuevo, la drôle de guerre, de manera muy similar a en “La Route des Flandres”, casi como si se tratara de una extensión de éste.
En la primera parte del libro, las tres épocas se mezclan sin solución de continuidad, de modo que el lector pasa del año III de la República a la Barcelona que se disputan anarquistas y comunistas sin que medie un punto y a la línea, simplemente pasando a una letra cursiva o algo más gruesa. Además, Simon no suele citar nombres ni es pródigo en detalles contextuales, por lo que muchas veces uno lee un pasaje sin saber a qué época pertenece. Por supuesto, es una lectura confusa y algo crispante, pero no dura mucho (65 pp.) y tiene la virtud de dejar claro desde el principio la intención del autor. Simon piensa que nada cambia, que su propia experiencia de guerra era, en cierto modo, equivalente a la de su antepasado o a la de Orwell. Sí, cambian los nombres y los lugares, pero a fin de cuentas la guerra siempre acaba siendo un tipo con un arma entre las manos, reducido a la condición de asesino en potencia o de carne de cañón, comiendo mal, durmiendo mal, soportando el calor asfixiante o el frío paralizador, sometido a la voluntad inescrutable de alguna inteligencia superior que da ordenes para que una entidad abstracta (una nación, un pueblo, una comunidad, una república…) o, peor aún, una abstracción en sí (el comunismo, la democracia, la anarquía…) pueda al fin tomar aquella ciudad, cruzar aquel río, que, de todas formas, se volverá a perder y a retomar, quizás no mañana ni en esa misma guerra, ni ese mismo siglo, pero algún día, ineluctablemente y, por supuesto, de la manera más estúpida.
Lo que Simon nos ilustra a través de este libro monumental y excesivo es, pues, la idea del eterno retorno, la negación de la idea misma de progreso. Los hombres no progresan, vuelven a cometer las mismas incomprensibles absurdidades una y otra vez. Por supuesto, esto es discutible, pero es lo que siente este hombre que se pasó semanas montado a un caballo, corriendo estúpidamente de un lado a otro, huyendo de un enemigo invisible y, por así decirlo, conceptual y pensando en su antepasado, que ciento cincuenta años antes, hacía exactamente lo mismo y estaba, sin querer admitirlo, tan desorientado como él.
Una vez pasada la primera parte, se suceden los capítulos dedicados uno a uno a las diferentes guerras, pero el autor se permite introducir de cuando en cuando pequeños incisos de otra época, como para iluminar lo que estamos leyendo con un paralelismo. En esas cuatrocientas páginas, la lectura se hace más fluida y, dependiendo de la inspiración del autor en cada fase o del grado de atención que ponga uno como lector, se pueden encontrar pasajes maravillosos, absolutamente esplendidos, que dejan en el paladar como un regusto de revelación. Hay que decir que la prosa de Simon es particular, que su modo de narrar es oblicuo, focalizado en detalles materiales e inclinado a la repetición. Todas las frases son largas, muy largas, hasta tres o cuatro páginas, llenas de relativas y de paréntesis dentro de otras paréntesis, de gerundios que se suceden para conformar a veces una narración factual que no se presenta como tal… No es fácil leer a Claude Simon, pero es un esfuerzo que se ve muchas veces ampliamente recompensado por una sensación potente, que te deja boquiabierto. En esos casos, leer la frase es como dejarse llevar por una corriente envolvente; otras veces, uno se pierde y no recuerda cuál es el sujeto y es como empantanarse en aguas movedizas.
Podría reprocharle a Simon (al que le daría totalmente igual mi opinión, incluso si estuviera vivo) que sobran muchos pasajes. Las cartas del antepasado, en particular, sobre los movimientos militares o las disposiciones sobre la gestión de su finca son a veces realmente extenuantes. Podría, pero lo cierto es que con un autor así, uno tiene la sensación de encontrarse ante un monstruo intransigente: él es así y no hace concesiones. Lo tomas o lo dejas.
Y yo lo tomo, porque el libro está repleto de pasajes magníficos: la descripción del general francés que se había cubierto de gloria durante la primera guerra mundial y reaparece en la segunda, como una momia salida de un sarcófago; la visita en el presente a la casa señorial y desvencijada, ocupada por un deficiente mental y una vieja a punto de morir que sólo piensa en ocultar que su antepasado había votado la decapitación del rey; las peripecias del grupo de ingleses que intentan salir, haciéndose pasar por turistas adinerados, de la España a la que habían venido a defender ideas nobles y olvidadas…
1 comentario:
Gran comentario. Hace rato que quiero leer algo de Simon, creo que voy a empezar con "La ruta de Flandes". Saludos
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