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5.6.09

Leyendo "The New Yorker": Richard Ford, Foster Wallace, Colm Toibin, Tessa Hadley


Hace algunas semanas, comenté algunas lecturas de relatos clasicos del New Yorker. Esta vez me concentro en relatos recientes que he leído en la versión en papel que recibo, con la excepción de los de Cheever y Richard Ford.


"Reunion" de John Cheever (27 Octubre 1962) y "Reunion" de Richard Ford (15 de Mayo 2000)


"Reunion" es un relato cómico muy cortito, una sola página, de John Cheever, autor que ya comenté en el post anterior. Se trata de una broma sobre una temática seria que el autor toca en otras obras: la relación paterno-filial. El protagonista pasa una horas en Nueva York, donde queda en Central Station con su padre, al que no ha visto en muchos años y no volverá a ver nunca. Cuando nos esperamos una escena muy emocional, nos encontramos con una serie de incidentes provocados en bares y restaurantes por el padre, un energúmeno incontrolable que en sus trifulcas con los sucesivos camareros no deja un resquicio para el reencuentro.

Leí "Reunion" porque Richard Ford lo ha mencionado como uno de sus relatos preferidos de Cheever, una elección curiosa teniendo tanta obra magna entre la que elegir. Más tarde, entendí que Ford había incluso escrito un relato bajo el mismo título en claro homenaje a Cheever.Pero el principal punto en común es Central Station: el "Reunion" de Ford no es una broma. Caminando por la estación, el protagonista reconoce al marido de su ex-amante, que parece esperar la llegada de alguien. Empujado por un oscuro impulso, decide saludarle y hablar con él. Por supuesto, la conversación es incómoda y desagradable, pero el narrador aprovecha para contarnos la historía de su affaire con la mujer del sujeto.

Para cualquiera que haya leído a Ford, éste es territorio conocido, casi diría convencional. El amorío no fue pasional, sino más bien pasivo, algo que se hace sin realmente quererlo y sin saber por qué. Viéndolo con la perspectiva del tiempo, el protagonista entiende la insignificancia de toda la historia, su patética frivolidad. Ford escribe con elegancia, inteligencia y savoir faire, pero el relato está a mi gusto demasiado encorsetado en las convenciones de ese estilo literario que algunos llamaban realismo sucio y que la revista acogió amplimente en los ochenta. No hay sorpresas, sólo la patética consciencia de la futilidad de la vida moderna.


Es posible que el relato de Ford tenga un segundo nivel de lectura como homenaje al de Cheever. En el original, un encuentro que, según todas la convenciones narrativas, debería estar cargado de significado y trascendencia se convierte en una pantomima, en una escena cómica. En el de Ford, un encuentro típico de las convenciones cómicas acaba siendo insignificante y ligeramente humillante. Es la no-ficción, la vida misma, una visión de la literatura que consiste en plantar el escenario para un relato clásico y limitarse a aplanarlo, dejarlo discurrir como un río en la llanura.

Me gusta, no crean que no, pero en este caso me ha resultado previsible y convencional, la enésima repetición de una lección bien aprendida hace ya muchos años. Sé que en sus novelas Ford ha desarrollado otro registro, pero cuando vuelve al formato del relato recurre a los trucos de siempre, como un viejo prestidigitador.


"Wiggle Room" de David Foster Wallace (9 de Marzo 2009)



Como ya he comentado anteriormente, David Foster Wallace es un autor que me despierta sentimientos contradictorios. Por un lado, admiro su búsqueda, su inquietud intelectual, su aguda consciencia de la dificultad de innovar en un arte tan viejo como la literatura. Por el otro, sus respuestas, sus soluciones me resultan insatisfactorias, como trucos vistosos pero futiles.

En el mismo número de la revista en que aparecía este relato, se publicaba un largo artículo sobre el autor, casi una biografía condensada, la historia de un hombre en busca de una forma de narrar y la de un hombre que nunca supo convivir con su inestabilidad mental. Una historia triste. Leyéndolo comprendí que el primer insatisfecho con sus hallazgos narrativos era el propio autor, que también tendía a ver las soluciones que desplegaba en "Infinite Jest" como simples trucos. Cuando se suicidó llevaba años intentando acabar un libro que renunciase a esos trucos y diese con una fórmula distinta, más honesta, menos truculenta.

"Wiggle Room" es un extracto de ese libro inacabado, que sin duda se publicará tarde o temprano como tal. No hay interminables notas a pie de página, ni infinitas series de matices para cada afirmación, ni un cierre narrativo caprichoso. El relato se concentra en un hombre condenado a una tarea repetitiva que replica en el trabajo de cuello blanco las tareas de la producción en cadena que Chaplin parodió. Dado el atontamiento al que te somete ese tipo de tarea, estamos ante escenario perfecto para que Foster Wallace despliegue su arsenal de flujos de conciencia y de reflexiones sobre el lenguaje.

Es una lectura potente, aunque se siente que es parte de un conjunto más amplio y no tiene vida propia. Se concentra en una reflexión sobre el aburrimiento y en la posibilidad de que éste, gracias a su fuerza hipnótica, lleve a una especie de epifanía. Tras plantar el escenario y el tema, se introduce un personaje fantástico, una aparición enciclopédica que empieza a explicar la historia de la palabra aburrimiento. Finalmente, se vuelve al principio aunque con la sensación de que, quizás todo haya cambiado. Por tanto, es posible que el lenguaje, o más bien un uso consciente del lenguaje, tenga la capacidad de darnos ese deseado control sobre nuestras vidas que el autor nunca pareció conseguir.


"She's the one" de Tessa Hadley (23 de Marzo 2009) y "The color of shadows" de Colm Toibin (13 de Abril 2009)


Supongo que cada época tiene sus estilos y sus maestros hacia los que todos los demás escritores se giran para intentar atrapar algo así como un espíritu del tiempo, un estadio de la ficción en su larga historia. A su vez, dentro de ese amplio abánico, The New Yorker hace sus elecciones: sin duda Cheever marcó en los años cincuenta el estilo de mucha gente a través de la revista; del mismo modo, Raymond Carver fue un maestro del realismo sucio, ese estilo que contó con tantos seguidores en los ochenta.

El maestro que impera hoy en día sobre las publiaciones de ficción de la revista es, sin lugar a dudas, Alice Munro, que en 2008 llegó a a ser publicada hasta cinco veces. Su estilo es sencillo, directo y a la vez extremadamente sutil: la historia avanza casi sin que nos demos cuenta, parece que no pasa nada, pero un flujo subterráneo, casi inconsciente, se impone a través de una tensión latente en la propia prosa. Invariablemente, las historias acaban con una sensación de descubrimiento interno vivida con gran intensidad por parte del protagonista, generalmente provocada por la naturaleza.

Los relatos de Hadley y Toibin reflejan claramente su influencia. Y a eso, tengo poco que añadir. El final de "She's the one" quizás sea más evocador: la protagonista se ve obligada a buscar un pequeño anillo de oro en medio de un río, mojándose los pies y la ropa y en esa situación experimenta un despertar de los sentidos que parece deshacer de golpe todos los nudos que el relato nos ha ido exponiendo metodicamente. Para mí, en todo caso, estos relatos reflejan el imponente estatus que ha adquirido Munro, pero también que los grandes maestros siempre crean imitaciones banales.

En todo caso, según parece, hay que ser Munro para escribir como Munro. El resto, pálidos reflejos.

14.10.08

Philip Roth, "Everyman" ("Elegía")

Hace unas semanas terminé, más bien decepcionado, la lectura de "Everyman" de Philip Roth, uno de sus últimos libros. Vaya por delante que soy un gran admirador de este escritor y que es probablemente el mejor autor vivo que he tenido la oportunidad de leer.

Nota: Este libro no es el origen de la reciente película de Isabel Coixet, "Elegy", que está basada en otro libro de Roth, "The Dying Animal"/"El animal moribundo". Por alguna razón, Coixet no mantuvo el título de libro original y fue a escoger el título en castellano de otra novela del mismo autor.


De Roth me gustan sobre todo esos grandes frescos políticos sobre la América que él ha conocido, esas historias que son a la vez el relato de personas que, siendo culpables de ciertos crímenes o delitos, acaban siendo condenadas por razones absurdas, llevados por la corriente inexorable de la Historia, que para avanzar necesita condenar a víctimas y encumbrar a héroes. Me refiero a esa gran trilogía que constituyen "La mancha humana", "Pastoral americana" y "Me casé con un comunista", tres auténticas joyas. En la misma vena, me encantó el ejercicio de contra-historia de "El complot contra América".

Pero Roth también escribe otro tipo de libros, más personales, más centrados en su propio ego, en los problemas de un intelectual judío y urbano que no consigue encontrar la paz en una pareja estable y acaba recluido en una soledad voluntaria que, en el fondo, no desea. Ya "El lamento de Portnoy" (1969), el libro que le lanzó a la fama, era un ejercicio de psicoanálisis cáustico y auto-paródico, con toda la batería de adolescencia masturbatoria, madre dominante, padre fracasado y docenas de amantes, cada una más histérica que la anterior. Un libro divertido, pero algo cargante. Quizás haya envejecido mal, ahora que ya no está cubierto por la pátina del escándalo.


"Everyman" pertenece a esta categoría. El tema central es el miedo a la muerte de un hombre mayor, de edad y características similares a las del autor. Ya lo era en "El animal moribundo", pero en aquél la obsesión del protagonista por su propia muerte queda ridiculizada, empequeñecida por el descubrimiento final, que daba al conjunto del libro una inmensa fuerza narrativa, basada en la paradoja. Era un libro bello, a base de contrastes. "Everyman", en cambio, avanza a tientas, sin un giro potente, sin mecanismo narrativo alguno. Su obsesión por la muerte lleva al protagonista a la reclusión, pero también a sufrir patéticamente la soledad de esa reclusión. Ve morir a gente a su alrededor, gente de su edad, lo cual le sumerge en los recuerdos y le lleva a repasar un recorrido bastante banal de divorcios e infidelidades. Tan banal que el propio narrador acaba admitiendo que no hay nada nuevo en lo que está contando. El libro acaba en el cementerio, en una visita a la tumba de sus padres.

Philip Roth no es ningún aprendiz y cualquier libro suyo tiene cualidades, empezando por esa prosa, sencilla, directa, vigorosa, envolvente. Hay unas cuantas escenas que están por encima de lo que escribe casi cualquiera, incluyendo el final en el cementerio. También es fascinante la galería de trabajos artesanos que Roth ha ido desglosando para los diferentes padres de sus protagonistas, todos situados en la misma ciudad de Newark de su infancia: en este caso, se trata de un joyero/relojero. Siempre es encantador el amor con que Roth explica el oficio de esos artesanos, como hizo con la fábrica de guantes de "Pastoral americana". No faltan tampoco los puntos de humor brutales, como cuando el protagonista se empieza a cansar de su amante, una escultural modelo danesa mucho más joven que él y empieza entender que "ella no era solamente un agujero"


Pero todo esto me hace volver al post sobre David Foster Wallace que escribí el mes pasado con motivo de su muerte inesperada. En su artículo sobre los autores que él llamaba Great Male Narcissists, Wallace atacaba sobre todo a John Updike, pero también a Philip Roth, listando toda una serie de defectos que se podrían encontrar en este libro: el egocentrismo, el deseo sexual como tema central y repetitivo, esas historias tan centradas en el ego que parecen ignorar al mundo que nos rodea, la infinita presunción de suponer que porque escribes bien, tus problemas de próstata nos deberían interesar. En "Everyman", hay páginas enteras dedicadas al dolor de saberse impotente, a la inexplicable necesidad de ser infiel, a la serie de operaciones quirúrgicas en la vida del protagonista... bien escritas, pero pesadas.

Yo creo que esos temas pueden dar un buen libro, pero "Everyman" da la impresión de acabar donde empezó, de no tener otra razón de ser que la propia masticación del miedo y los arrepentimientos.

16.9.08

David Foster Wallace, RIP.

Ayer supe de la muerte de David Foster Wallace. Se ahorcó en su casa de California el día 12 de Septiembre. Tenía 46 años. La muerte de alguien tan joven y brillante como él siempre te deja el cuerpo helado, con una sensación de incomprensión total.


Además se da la circunstancia de que en los últimos días le había estado dando vueltas a un post sobre Foster Wallace y había leído algún que otro artículo suyo. Quería decir, ante todo, que admiraba la honestidad intelectual que le empujaba a exponer sus dudas ante la mirada de todos. Quería decir, también, que las soluciones que encontraba a esas dudas no me convecían.

No he leido mucho a Wallace, por lo que no puedo hablar con autoridad. He leido "Brief interviews with hideous men" ("Entrevistas breves con hombres repulsivos"), una colección de relatos, así como varios de sus artículos, que están reunidos y publicados en España en el tomo "Hablemos de langostas" ("Consider the lobster"). Vaya por delante que me encantan sus ensayos, en particular "Consider the lobster", que describe y analiza el festival de la langosta, que tiene lugar una vez al año en una localidad de la costa este americana y su artículo sobre Roger Federer para el New York Times. Su estilo obsesivo, detallista, amante de lo conceptual, es un arma magnífica cuando se trata de sacarle punta a un tema concreto, como el estilo de juego de Federer o los métodos de cocción de la langosta. Plagados de notas a pie de página, sus textos se ramifican en pliegues y matices, en contradicciones y confesiones y consigue que el lector se apasione por los detalles más nimias, pues sabe mostrarte las implicaciones que tienen para todos. Su prosa es como una exposición permanente de la duda, como el recuerdo constante de que las cosas son así pero pueden que en realidad sean de otro modo; y eso, en un texto de análisis, es una grandísima cualidad.


Para mí, la ficción es otra historia. Como él mismo decía, la ficción tiene que emocionarte, tiene que cogerte y arrastrarte, no puede ser algo frío y distante. Esa voluntad de emocionar le aleja de otros autores de su generación, que tienden a usar la ironía para poner distancia entre el lector y la historia. Pero Wallace quería encontrar el modo de elaborar una ficción que emocionase al lector sin recurrir a los métodos clásicos de narración. Quería hacerlo, pero de otro modo. No puedo sino alabar esa intención de cambiar las cosas, pero también hay que ver si los resultados son satisfactorios. En uno de los "hideous men", Wallace realiza una narración de corte clásico sobre la descomposición de una pareja: con un estilo muy sobrio y detallista, va analizando los pequeños acontecimientos que hacen que la pareja se vaya degradando y va planteando los típicos interrogantes narrativos, en particular si ella va a ser infiel o no. Como digo, el relato está muy bien escrito, pero llegando al final, coitus interruptus: Wallace decide cortarlo en seco y acaba con una anotaciones sueltas en estilo elíptico, que parecen una guía de escritura de los capítulos finales. Hacer distinto por hacer distinto.

Sin duda la clave para entender "Hideous men" se encuentra en un artículo que Wallace escribió en 1997 para el New York Observer. Se trata de una crítica feroz a uno de los últimos libros de John Updike, al que considera junto con Norman Mailer y Philip Roth, el gran nombre de los Great Male Narcissits, esos escritores que sólo saben hablar de sí mismos, preferiblemente de su pene, de su entorno más inmediato y de cómo éste influye en su... pene, de lo terrible que es no poder follar tras una operación de próstata. Sus personajes no son más que pequeñas variaciones sobre ellos mismos y parecen no vivir en un contexto social e histórico, formar parte de ningún tipo de colectivo, son sólo ellos mismos y sus problemas y su pene y sus problemas con su pene y con los agujeros donde quieren meterlo. El artículo es muy divertido y no puedo sino simpatizar con sus críticas, a pesar del componente moralista que contienen. Simpatizo sobre todo porque, al mismo tiempo, Wallace se confiesa admirador de Updike, en particular de su prosa, afirma haberlo defendido contra críticas sin sentido y declara haber leido 25 libros suyos, ni más ni menos.


En ese artículo, Wallace no está criticando a un escritor que sienta extraño a su propia idea de la literatura. Está intentando matar al padre: se sabe heredero de los que él llama Great Male Narcissits, pero sabe también que tiene que ir un paso más allá que ellos, que tiene que superar sus defectos, que no puede dejarse arrastrar por el narcisismo ni por la autocomplaciencia. Pero no sabe cómo hacerlo. Esa lucha interna me resulta emocionante porque la siento cercana. "Hideous men" es una tentativa contante de demostrar que se pueden tratar los temas recurrentes de la literatura de los Great Male Narcissits de otro modo radicalmente distinto. Pero en esos relatos, el autor es demasiado autoconsciente: no habla del yo ni de su pene, pero sí, constantemente, del autor en un sentido conceptual. Y el estilo excesivo de Wallace, con esa estructura que ramifica las ideas hasta el infinito, acaba cansando y alejándote de la ficción, de la historia. Así que acabo pensando ¿Dónde está la emoción, David?

Echaré de menos a David Foster Wallace, su honestidad, su permanente estado de duda y de búsqueda.

(El autor de la cariñosa tira cómica es Matthew García)