31.1.06

Literaturas


"TOKIO BLUES":
Hay otros mundos (y otras ópticas)

Este post nace como réplica a un comentario de mi amigo Antonio Asencio en su blog (viernes 20 de enero, el link siempre lo encontráis a la derecha) sobre el libro de Murakami “Norvergian Word”, o “Tokio Blues” en su traducción española. Lo curioso es que ni a ti ni a mí nos entusiasma el libro, pero yo discrepo de tu interpretación, Antonio.

Hablemos sobre todo del sentido del triángulo que une a Watanabe, el protagonista, Naoko la novia de su amigo suicidado y Midori, la chica extravagante compañera de carrera.

No creo que Naoko represente una forma de negatividad respecto a la vida (a las oportunidades que nos ofrece) y Midori, en cambio, una cierta receptividad, una apertura alegre. Creo que ésa es una visión muy occidental y éste, a pesar de las referencias literarias y musicales y de las apariencias, es un libro muy japonés. En ese sentido, sobre todo, sería erróneo deducir del hecho de que Naoko se suicide esa dicotomía Sí/No a la que hacías alusión.

Tomemos un ejemplo: la “colonia de curación” en la que se recluye Naoko no está presentada bajo un prisma demasiado negativo: el propio Watanabe se siente en extremo atraído por la vida en su interior y percibe la abstracción de la delgada línea que separa la locura de la cordura. Podía haber sido, en efecto, el espacio-símbolo de la negación de los placeres, de la vida y sin embargo es allí, y no en Tokio, donde el amor de Watanabe y Naoko se consuma al fin. Allí, también, el placer de comer, de pasear, de escuchar y tocar música aparece en toda su plenitud.

Por tanto, subyace un discurso mucho más próximo a la cultura hippy de lo que haces notar: Tokio es un espacio de alienación (como queda demostrado por las anécdotas del compañero de habitación, que hace gimnasia escuchando la radio al amanecer y por el detalle de la bandera cada mañana) en el que incluso espíritus libres como los de Watanabe, Naoko y Midori corren el riesgo de quedar engullidos.

Así las cosas, es de pura lógica que el amor entre Watanabe y Naoko no pueda consumarse en la ciudad y que esa imposibilidad haga que Naoko deslice hacia la locura. La supuesta “locura” de Naoko significa que es incapaz de enfrentarse al mundo, como suele decirse. Pero el experimento de la “colonia de curación” demuestra que Tokio no es el mundo, que existen otros mundos y que esa definición de la locura es completamente relativa a lo que se entienda por “mundo”. Sin embargo, la “curación” de Naoko, que en este caso se aparenta a un renacer (en el que la amiga que le toca a los Beatles es la nueva madre) ya es imposible: en cierto modo, está contaminada y para ella no existe salvación. La presencia de Watanabe le es beneficiosa, pero la llegada de sus padres (cuya propia existencia demuestra la imposibilidad de renacer, lo que nos ata a la realidad de “este” mundo) le es fatal.

¿Y Midori? Midori es en extremo similar a Watanabe. Como él, es un espíritu libre, aunque mucho más alegre y festivo. Ambos luchan por no quedar enzarzados en la maraña de alienación de la ciudad (que representa, para él, las sórdidas escapadas sexuales con su amigo y, para ella, el peso de la tienda que hereda de sus padres muertos). Sin embargo, Watanabe tiene otro afán que le empuja hacia la frágil y cristalina Naoko: la búsqueda de una forma de pureza que ella simboliza. Y ahí entra un prisma muy japonés.

El hecho mismo de la inadaptabilidad de Naoko demuestra su pureza, su carácter incorruptible. A esa pureza, se opone Midori, que es flexible, se adapta a lo que se va encontrando, a base de mentiras, un poco como el propio Watanabe lo hace a base de anonimato, de indefinición: puesto que Watanabe no es nadie (se supone que aún no es nadie, porque es joven, pero eso poco importa), Watanabe puede ser cualquiera, desde el compañero de juergas del brillante futuro diplomático hasta el enfermero del padre de Midori.

Así pues, la indefinición del personaje de Watanabe es consubstancial al discurso que desarrolla la novela y, personalmente, no la encuentro molesta. En la búsqueda de su propia definición, Watanabe aspira a ser como Naoko (es lo que él llama amor), de ahí el hecho de que deje la ciudad por una casita a las afueras, con su huerto y su guitarra y sobre todo el absurdo peregrinaje final, que tiene un punto místico, de purificación. Finalmente, sin embargo, debe resignarse a aceptar que su semejante es Midori y que su lugar está junto a ella.

¿Y si una novela me muestra todo esto, que es muy interesante, porqué no me ha acabado de gustar? Es posible que sea porque soy occidental y no entiendo la visión japonesa de ciertas cosas. Es probable que sea porque la prosa (o por lo menos la traducción) es llana, casi sin relieve, muy poco emocionante y torpe en la descripción de sentimientos. Sin duda también, este discurso que encuentro a la base del libro, me sabe a caduco, muy propio de los años sesenta y setenta, algo con lo que no me acabo de sentir identificado, aunque me interese.

28.1.06

Qué lugares

New York;

déjà vu





1

Jet lag: Me acabo apenas de recuperar del que me ha provocado mi primera visita física a Nueva York. Lo más justo sería decir que he visto cosas que vosotros podrías imaginar sin grandes esfuerzos: he visto el Empire State Building, el Chrysler, el Flat Iron, he visto negros obesos y blancas pijas estiradas, he visto niños corriendo felices por Central Park, he visto Wall Street, he visto la desolación de la Zona Cero, los cafés chics de Greenwich Village, las galerías de Chelsea, he visto 5th Avenue con su rosario de escaparates, he visto bares de moda y Diners mugrosos, he visto el Puente de Brooklyn y al girarme, a mi izquierda, he visto a lo lejos la Estatua de la Libertad. He visto cosas que todos habéis visto ya.



2

NY/NY: He dicho que era mi primera visita física a Nueva York porque ya había estado en Nueva York algunas veces, cientos, miles de veces. He soñado que estaba en Nueva York siendo yo mismo y probablemente también he soñado que recorría sus calles siendo un joven policía dispuesto a saltarse las reglas o un artista bohemio que malvive de su pintura o quizás incluso un broker de Wall Street, ambicioso y sin escrúpulos. Y sin duda lo he soñado dormido, pero también despierto, mientras veía una serie de televisión o una de las cientos, miles de películas que nos han mostrado a Nueva York desde que nacimos. Probablemente, incluso antes de nacer ya oía el Walk on the wild Side de Lou Reed, una de sus miles de bandas sonoras.


3

Fake: Sin duda recuerdan ustedes Eyes Wide Shut, la obra-testamento de Stanley Kubrick. Basada en el relato Traumnouvelle (que se podría traducir por relato soñado) de Stefan Zweig, es la historia de un viaje más mental que físico por Nueva York. En varias secuencias, Tom Cruise se pasea por unas calles creíbles hasta en el más mínimo detalle, pero que son totalmente falsas: son decorados del londinense estudio Pinewood. No se trata de un capricho de excéntrico, sino de una refinada técnica cinematográfica. El Nueva York que muestra la película es, a la vez, un espacio mental y un espacio real, que nos remite a la ciudad que todos tenemos en la mente pero parece más real. Las fotos que ilustran estas palabras son las del decorado.



4

Déjà vu: Es una reacción mental (la sensación de haber vivido ya una situación nueva) que suele explicarse por la confusión entre realidad y sueño. Es, por cierto, uno de los pocos inventos profundamente decimonónicos (Emile Boirac, L’avenir des sciences psychiques) que han llegado hasta nuestros días sin perder mucho crédito, quizás por lo común de la experiencia. Se dice que esa reacción viene acompañada por una sensación de “extrañeza” o “sobrecogimiento” pues la percepción sensorial y la percepción mental de lo que nos rodea se confunden. Ya no es percibir y posteriormente conocer, sino percibir lo que ya hemos conocido por otro canal que no es el de la percepción sensorial.


5

Experience: Eso es lo que le ocurre al que por primera vez visita Nueva York: tiene la sensación de haber estado, de algún modo, en cada esquina de la ciudad. Por lo tanto, el paseo de descubrimiento de la ciudad nunca es tal: todo se re-descubre, todo se vuelve a andar por enésima vez. Sólo que esta vez se mueven las piernas. Pasea uno por la ciudad extraño y sobrecogido, incapaz de controlar la actividad que recorre la mente sobreexcitada ante la familiaridad de todas las cosas y nunca, nunca sabe si está o no está donde físicamente está. Por eso, al ver la Estatua de la Libertad, a lo lejos, a la izquierda, uno vive un momento sobrecogedor, no tanto por la belleza de lo que ve como por lo interior de la experiencia perceptiva.

11.1.06

Arqueologías

UTOPIAS URBANAS

1. Charles Fourier


Si queremos hablar de utopías urbanas, sería de justicia empezar por el principio: Charles Fourier. Nacido en 1772 y muerto en 1837, Fourier llegó algo más tarde que la polis ateniense o que las ciudades ideales de Alberti y el Urbanismo Barroco, pero fue el primero en formular lo que aquí nos interesa: una teoría de organización de la vida social y económica de una comunidad humana, que se traduce en una organización espacial, una teoría que se presente como ruptura y que proponga un modo y un espacio de vida que sea el más adaptado a las necesidades generales del ser humano, una teoría que no se preocupe en demasía de las dificultades de su materialización, una utopía en suma.

Y es que la utopía es un artefacto propio del siglo XIX. La Ilustración del XVIII había permitido la expulsión de la religión del centro de toda vida humana, pero proponía la razón para sustituirla. Los románticos no la encontraban muy sexy y prefirieron el yo, el ego: el hombre sería el centro de su propio mundo. Parecía lógico, pero mientras tanto, en la primera mitad del siglo XIX, nacía el capitalismo y muchos pensadores se quedaban estomacados al ver los destrozos del liberalismo que se imponía en Inglaterra. Había que olvidarse del yo y proponer otro modelo de organización de la sociedad y los que hoy llamamos incorrectamente "socialistas utópicos", se pusieron manos a la obra... antes de que Marx arrasara con todo.

Fourier fue el primero y el más utópico de todos. Era un gris mercader de tejidos, un viajante de comercio, un hijo del capitalismo en una época en que aún no había tantos, que consideraba una impostura el sistema de libre cambio y de competencia basado en el precio de las cosas. Como muchos otros visionarios, no recibió una educación estructurada, no hablaba latín y era un pensador autodidacta y bastante aislado, hasta que al final de su vida sus escritos le hicieron famoso y se creó a su alrededor el "fourierismo".

Partiendo de un método tan típicamente decimonónico como la taxonomía (es decir, la clasificación de las cosas en clases y sub-clases hasta un infinito que a veces rayaba en la psicosis), Fourier decidió que el ser humano se podía clasificar en caracteres, sub-caracteres, sub-sub-caracteres... 810, para ser exactos. Si cogemos un representante-tipo de cada una de estos caracteres, le damos su pareja pertinente, tenemos una especie de Arca de Noé: 1620 personas, ni una más, ni una menos, que representan a la sociedad y que, en comunidad, ofrecen todo el potencial de interrelaciones entre humanos. Para designar a su Arca, Fourier usó una palabra poco popular por estos lares: "falange" ("phalanx"), es decir la unidad de base de los regimientos griegos, en la que los hombres avanzan juntos y en harmonía. Hoy por hoy, cualquier guionista de series televisivas no hace sino aplicar estos principios, reuniendo a carácteres-tipo para hacerlos interactuar, creando un universo lo más ancho posible de interacciones. La comunidad en la que viviría esa falange sería el Falansterio.



Por si les hicieran gracia los despropósitos del visionario Fourier, lo mejor será despacharlo todos juntos antes de pasar a cosas serias. El mundo perfecto que imaginaba duraría 80.000 años, de los cuales 8.000 años serían la época de harmonía perfecta, con seis lunas gravitando alrededor de la Tierra, 37.000.000 de poetas de la calidad de Homero y cuatro amantes para cada mujer. Pero bueno, esto no es lo importante.

Lo importante es que Fourier rechazó el capitalismo de plano, sin posibilidad de reforma y decidió que la sociedad debía organizarse en función de las pasiones humanas. El término es ciertamente vago, pero el desarrollo de esa idea central de organización de la sociedad lo convierte en el revolucionario que fue.

Afirmaba que la satisfacción de las pasiones es liberadora, mientras que su represión crea contra-pasiones que son dañinas. Por tanto, la comunidad debe organizarse de modo que esa satisfacción se optimice. Al intentar definir cuáles son las grandes pasiones humanas, Fourier recurre de nuevo a la siempre divertida taxonomía con resultados muy interesantes:
  • La "Papillone" (mariposa) es la pasión por la variedad. Fourier comprendió un siglo antes que Chaplin que el capitalismo y la organización industrial de la sociedad se basa en la especialización, en la repetición hasta la locura de una misma función. El ser humano, en cambio, tiende hacia la variedad y en el Falansterio cada miembro conoce 20 oficios y practica cinco o seis al día. Es más, en cuanto a los productos cuyos procesos de fabricación impliquen oficios que atenten a la dignidad humana, la sociedad tendrá simplemente que aprender a vivir sin ellos.
  • La "Cabaliste" es la pasión por la intriga y la competición. Fourier afirma que esta inclinación es natural en el hombre, pero que al dirigirla hacia el provecho personal el capitalismo saca lo peor de ella. En el Falansterio, el afán de competición se dirigiría hacia la formación de grupos que colaborarían para mejorar los productos creados por la sociedad.
  • Finalmente, la "Composite" se refiere a la pasión por los placeres físicos y del alma. Fourier creía que la fidelidad era contraria a la naturaleza humana y que el matrimonio parecía pensado para recompensar a los perversos. La "Composite" hacía que fuera necesario que en el Falansterio, la vida social pudiera basarse en relaciones sexuales deshinibidas, básicamente en el montaje de orgías y en la negación de la pareja como institución. De hecho, Fourier es un precusor del feminismo, pues al rechazar de plano la institución familiar daba a la mujer un papel igual al del hombre en la sociedad y, de hecho, en su sociedad existirían las guarderías.

Como pueden ver, Fourier fue un genio que soñó con un mundo libre de ataduras falsamente morales y de un sistema general de producción. Aunque no consiguió crear ninguna Comunidad que materializara sus aspiraciones, sí que le dio una forma teórica a ese curioso objeto que es el Falansterio: una estructura única, en la que nadie dispone de habitaciones particulares: en el piso bajo viven los viejos, los niños en el entrepiso y los adultos en el primer piso. En el centro de la estructura, la Torre del Orden, con los servicios públicos, sobre todo el reloj y los medios d ecomunicación con el exterior. A partir de la torre, dos alas se despliegan, conteniendo todas las funciones productivas, sociales y residenciales, distribuidas a través de una galería que se encuentra en el primer piso. Espacios públicos y privados se alternan. La simetría del conjunto es esencial, así como la presencia de los tres patios. La autosuficiencia del conjunto es absolutamente esencial para el proyecto.

La fundación de la utopía urbana se basa, por lo tanto, en la ruptura tanto con el mundo tradicional de la iglesia y la familia como con el incipiente sistema capitalista, puesto que ambos reprimen la satisfacción de las pasiones humanas. En su traducción espacial, la utopía pretende abolir no tanto la privacidad, que es necesaria para el contacto físico, como la estructura familiar en pos de la vida comunitaria. Éste de la comunidad/familia será un tema recurrente en todas las utopías urbanas, como verán los que sigan leyendo esta serie.

1.1.06

Cine/s



"La Sonrisa de mi
madre"
Curso de metafísica jocosa
en 100 min

Descubro en DVD una de las últimas películas de Marco Bellocchio, “La sonrisa de mi madre”, cuyo subtítulo original es “L’ora di Religione”, es decir la clase de religión y eso precisamente es esta pequeña gran película, una clase de religión, o de metafísica, como quieran llamarlo.

No se sabe mucho en España de Marco Bellocchio. Los sesentayochistas lo recordarán como un director comunista militante: su última película, “Buenos días, noche”, trata del rapto de Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas y una de sus primeras obras, “La Cina è Vicina” (China está cerca) es una obra maoísta. Otra de sus obras de juventud, “I pugni in tasca”, ya trataba la cuestión religiosa desde un punto de vista irreverente. Cuarenta años después (que se dice pronto), Bellocchio vuelve al tema, aportando un punto de vista más maduro, aunque no por ello menos beligerante.

El protagonista es un pintor romano, ateo convencido, que se ve envuelto en los tejemanejes de su familia por hacer santa a su madre, o mejor dicho por conseguir que la Iglesia reconozca oficialmente su hipotética santidad. Muy devota, la madre fue asesinada en pleno sueño por uno de sus hijos, una especie de enfermo mental que blasfemaba compulsivamente día y noche, a pesar de sus ruegos. La familia debe demostrar que ese martirio ha tenido en efecto lugar, aunque también que la madre perdonó al hijo, pues, dice el párroco, “sin perdón no hay santidad”. Toda esta información nos llega en la segunda escena del metraje: en la primera, un niño habla en su jardín con un personaje invisible, conminándolo a que lo deje en paz. A la madre preocupada, le explica que le pide a Dios, omnipresente, que deje de observarlo para poder “vivir en libertad”.

Y ustedes dirán, anda, hombre, que estamos en el siglo XXI. Sí, pero estamos en Roma, la Ciudad Eterna, donde el tiempo parece no pasar y el protagonista, e incluso el propio Bellocchio reacciona con escepticismo ante un mundo que parece haberse detenido en otra época, que se niega a seguir el paso del tiempo, a avanzar hacia la modernidad. No he visto “I pugni in tasca”, pero imagino cómo el joven Bellocchio se revela contra la Iglesia, contra el orden establecido, con violencia. Aquí surgen los matices. Por un lado, ya no hay rebelión, sino una sonrisa socarrona, la conciencia de que ellos se equivocan y de que el mundo y el tiempo nos han dado la razón, a pesar de todo. Por el otro, el problema aquí no está externalizado: el debate es interno, íntimo, metafísico.

El niño que habla con Dios es el hijo del pintor, un chico con problemas. Se plantea pues la cuestión del legado. Bien, rechazamos la religión, el orden establecido, pero ¿qué proponemos? El niño necesita saber en qué cree el padre y que éste le diga que no cree en Dios no puede satisfacerle. Si quiere encontrar una respuesta para su hijo, el protagonista deberá buscar en su interior. Y así encuentra el amor. Al ir a hablar con la profesora de religión de su hijo, el pintor se encuentra con una chica preciosa, guapa y encantadora, que adora sus cuadros. Es rubia y viste de manera colorida, mientras su mujer es el arquetipo mismo de la italiana sombría, que ejecuta su papel de mujer en la sombra. La rubia, de la que se enamora al instante, le recita un poema ruso (del padre de Tarkovski), que habla de la belleza de la naturaleza y expresa la insatisfacción que le provoca: “eppure questo non basta”. No, no basta con ser hombres, con vivir físicamente: el espíritu necesita una metafísica que, además, para poder transmitirla, debe ser coherente, o en todo caso, enunciable, efable.

En la entrega mutua de los amantes que culmina el film, parece encontrarse la respuesta: el amor, que el propio protagonista designa, como “la mejor manifestación posible de ateísmo”. Sin embargo, la película, a la manera de los cuentos filosóficos del siglo XVIII, se dedica a demostrar que existen otras vías. Una, expresada por un “loco genial”, encerrado en un manicomio junto al hermano homicida, es la vía de la destrucción (o del terrorismo): obsesionado por el Altar de la Patria, monumento gigantesco, horrible, militarista, nacionalista, el loco había decidido volarlo por los aires, pero la imposibilidad de realizar su intención le volvió loco. El hecho de que el defensor de una opción tan juiciosa esté en un manicomio dice mucho de esa sociedad. Otra opción, la opuesta, la representa un conde irreal, defensor de la restauración de una monarquía absoluta en Italia, que, ante la reacción jocosa del protagonista lo reta a un duelo al amanecer, con la cúpula de San Pedro como fondo, en defensa del honor. En un principio escéptico, el protagonista termina por acudir y se entrega a la vía de la violencia, no para defender su honor personal, sino para destruir el mundo que le ahoga y que amenaza la libertad de su propio hijo.

Y a pesar de todo, el tono de la película, apoyado en un Sergio Castellito socarrón y genial, es ligero, impregnada de un cierto sarcasmo escéptico y a la vez de fascinación por la belleza. Pequeña gran película sobre la necesidad ontológica de la metafísica.